1. Introducción
Jean Cocteau es un artista singular cuyas producciones se desarrollaron en ámbitos que relacionan la poesía y la narrativa experimental, el teatro y el cine vanguardista, el dibujo y las artes plásticas. Su experiencia cinematográfica se forma al final de la década de 1920 en la búsqueda de un lenguaje visual moderno vinculado a las propuestas cercanas al primer surrealismo. Analizando los elementos alegóricos presentes en su primera película, La sangre de un poeta, podremos establecer un vínculo entre su biografía y el universo simbólico del mito de Orfeo, que se mantendrá presente en su producción adulta. El principal objetivo de este artículo será identificar y analizar el imaginario órfico que Jean Cocteau plasmó en esta película y cómo se establecen conexiones con sus acontecimientos vitales.
La vigencia del imaginario de Orfeo recorre toda la producción de Jean Cocteau, incluso dos décadas después de sus primeras experiencias surrealistas. Tras la Segunda Guerra Mundial, el cineasta completará una obra madura que contará con el reconocimiento de la crítica y el público en la que se seguirá reconociendo la presencia del universo simbólico órfico. Será precisamente al final de su carrera cuando las figuras emergentes de la nouvelle vague del cine francés –Jean Luc Godard o Francois Truffaut– le reconozcan como referencia por su capacidad para convertir las películas en obras de arte completas y complejas.
“Yet this slim corpus of extraodinary and utterly unique films, along with his other multiple interests in the cinema as a writer of screenplays, dialogues, commentaries and voice-overs, actor, editor, festival organiser and judge, established Cocteau as one of the supreme film directors in France, above all in the eyes of Nouvelle Vague directors such as Jean Luc Godard and François Truffaut who considered him an auteur complet” (Williams, 2006: 1).
Estas generaciones de cineastas celebrarán sus experimentaciones para desarrollar la capacidad simbólica del lenguaje cinematográfico, la plasticidad con la que manejaba el tiempo en sus películas y la potencia introspectiva de este medio, rasgos esenciales de lo que la crítica terminaría denominando “cine de autor”. Por señalar tan sólo un ejemplo del reconocimiento y los homenajes que le hicieron los directores más jóvenes a partir de la década de los años sesenta y setenta, la generación que Gilles Deleuze (2001) denominará como ‘cineastas del tiempo’, baste citar la pareja de motoristas que recorren a toda velocidad los escenarios de los recuerdos de Federico Fellini en Amarcord (1973) que parecen los mismos siniestros agentes de la muerte que escoltan a Orfeo en la película dirigida por Cocteau en 1950.
Un estudio monográfico que recogiera las diversas propuestas de Jean Cocteau implicaría analizar obras de disciplinas y lenguajes muy diversos que requeriría el desarrollo de una extensa monografía. Por este motivo limitaremos este artículo a intentar analizar el complejo imaginario vinculado al mito de Orfeo que estaba presente desde su primera realización cinematográfica La sangre de un poeta, estrenada en 1930. Tras una breve aproximación biográfica sobre su niñez y su juventud localizaremos en su ópera prima un conjunto de imágenes y relaciones simbólicas que volverán a aparecer en sus producciones posteriores en los más diversos medios.
Su estrecha relación con artistas vanguardistas como Pablo Picasso o Marcel Duchamp nos permitirá advertir la complicidad entre las experiencias de las artes plásticas de los años veinte y treinta, y la formación de su lenguaje cinematográfico dentro del entorno surrealista. Desde una historiografía estricta resulta difícil enmarcar la producción de Jean Cocteau en ningún movimiento o tendencia, aunque habitualmente se relaciona su producción temprana con el surrealismo. Sin embargo, es conocida su rivalidad con André Breton con quien mantuvo diversos enfrentamientos (Alemany, 2003: 27). El pope del surrealismo manifestó su rechazo al cine de Cocteau describiéndolo como “vile patriotic poetry, of nauseating professions of Catholic faith” (Arnaud, 2016: 410).
2. La sangre de Jean Cocteau
Jean Cocteau nace en Maisons Laffitte en 1889 en el seno de una familia aristocrática. La vida de quien sería conocido como el “príncipe de los poetas” comenzó el año en el que se cumplía el centenario de la Revolución Francesa. Esta fecha no sólo celebraba la fundación de la república moderna, sino que también recordaba a los círculos aristocráticos el traumático fin del Antiguo Régimen y la persecución de las élites y sus privilegios al final del siglo xviii. La exposición universal de París de ese mismo año celebraba el apogeo de la cultura burguesa y su creciente confianza en el desarrollo de la ciencia y la industria que la aristocracia contemplaba con recelo.
Los últimos años del siglo xix y los previos a la Gran Guerra intensificarán la concepción wagneriana de la obra de arte total. En toda Europa escritores y artistas como Marcel Proust, Gustav Klimt y los secesionistas vieneses o Antoni Gaudí y los modernistas en Barcelona, heredarán una concepción artística integral donde se produzca una estetización global.
Las imágenes de la casa natal de Jean Cocteau nos permiten imaginar una infancia feliz en un paisaje idílico, en el seno de una familia adinerada. Reconocemos estos mismos entornos en las fotografías de otros célebres vanguardistas, por ejemplo, Marcel Duchamp, Jean Dubuffet o Louise Bourgeois. Sin embargo, como también sucede en el caso de la escultora, la infancia del futuro cineasta estaría muy lejos de ser feliz, ya que cuando tan sólo contaba con nueve años vivió una experiencia fuertemente traumática.
La estabilidad del hogar de Cocteau se quebró por el suicidio de su padre. Esta pérdida conllevaría la ruptura de la convivencia de Jean con sus hermanos mayores, Marthe y Paul, que fueron enviados a vivir con sus abuelos. Estas separaciones desencadenarían una actitud sobreprotectora de su madre, que arbitró una educación exquisita en distintos colegios de élite, primero en el Lycée Condorcet y una vez fue expulsado de este por su indisciplina, en el Lycée Fénelon, vinculado a La Sorbona, donde posteriormente también estudiaría la artista Louise Bourgeois.
La infancia de Cocteau coincide en el tiempo con una transformación social y cultural propia de una modernidad acelerada que se asomaba al siglo xx con entusiasmo y enormes desafíos. La Exposición de París de 1899 logró recoger y exhibir todas las bellezas propias de la vida moderna, prolongando la vieja descripción de Stendhal y Baudelaire que entendían que la belleza anuncia una “promesse de bonheur” (Stendhal, 1955: 474). Junto con obras de arte y objetos densamente ornamentados en el incipiente Art Noveau se exhibirían los pri-meros motores y generadores eléctricos, o los innovadores motores de explosión.
Todas estas novedades serían celebradas por los artistas de la primera Vanguardia (futuristas, dadaístas y surrealistas) como las verdaderas bellezas modernas. Las bombillas incandescentes producirían un cambio aún más sustancial ya que permitieron prolongar la vigilia de las ciudades mucho más allá del anochecer, consiguiendo domesticar tecnológicamente la oscuridad. La luz eléctrica transformaría definitivamente la arcaica y medieval ciudad de París hasta convertirla en la ciudad de las luces. Jean Cocteau vivió una juventud marcada por estos cambios radicales que se sucederían de manera aún más cruenta desde 1914 hasta 1918 con la Guerra Europea.
Esta fractura entre tradición y modernidad estará siempre presente en la cinematografía de Cocteau. Como se analizará más adelante, al comienzo de La Sangre de un poeta, la voz del director nos indica que la interpretación de la película debe ser como la lectura de los escudos medievales. Nos advierte que debemos saber interpretarlos para reconocer cuánta sangre arrastran los signos que identifican el linaje del autor. Pero, si en lugar de acudir a la críptica tradición heráldica nos remitimos a la entonces novedosa teoría psicoanalítica de Sigmund Freud, advertiremos que esa sangre y esas armas no son sino los episodios traumáticos de su infancia y su juventud marcada por la muerte de su primer gran amor, Raymond Radiguet en 1923, suceso que intensificaría su adicción al opio.
3. Las máscaras del poeta
La película nos presentará al protagonista como un pintor con un atuendo propio de un noble ilustrado que realiza un dibujo en un lienzo atravesado por la luz, una suerte de radiografía (Röntgen) o rayograma (Man Ray). Pero a pesar del aspecto dieciochesco del artista, el dibujo ya no será propio del siglo xviii. Se trata de un esquemático trazado de línea que, a pesar de la tenacidad y el entusiasmo que aplica el pintor, le resulta imposible conectar los elementos que conforman el rostro, y decide borrarlo de manera igualmente infructuosa.
Este escenario tan genérico como teatral parece evocar el taller de Frenhofer, el protagonista de La obra maestra desconocida, el célebre cuento de Balzac que ilustraría Picasso mientras Cocteau preparaba esta película (VV. AA., 2006). En esta estancia resulta anacrónica por su modernidad la presencia de una cabeza de alambre de inspiración picassiana en la que podemos ver al mismo tiempo el interior de la cabeza y el exterior del rostro. Como analizaremos más adelante, la posibilidad de construir con hierro estructuras ligeras y extensas había sido desarrollada por los ingenieros decimonónicos y será aprovechada por los pri-meros escultores vanguardistas.
La Exposición Universal de 1889 materializó esta capacidad de construir tejiendo líneas de hierro en el espacio. Para los artistas jóvenes como Picasso y Julio González, o los constructivistas rusos, estas realizaciones de la tecnología decimonónica se convertirían en las referencias para desarrollar la escultura moderna (Einsenstein, 2001: 87). Estos cuerpos sin interioridad se alzan como esqueletos que muestran cada rincón de su estructura como sucedería en el célebre Gran Vidrio desarrollado en aquellos años en los que la colaboración entre Duchamp y Cocteau era más estrecha. La misma fascinación por la transpa-rencia y el preciso ensamblaje de las estructuras metálicas estaría presente en la arquitectura moderna y el diseño del mobiliario de la Bauhaus, como el conocido Pabellón de Barcelona presentado por Mies van der Rohe en 1929.
El dibujante se desespera por su incapacidad para reproducir las formas de una radiante escultura clasicista, cuyo rostro mágicamente volverá a la vida encarnado por la fotógrafa y musa del surrealismo Lee Miller. Estas figuras originalmente romanas y talladas en mármol fueron multiplicadas en los más diversos materiales desde que en el siglo xvii se convirtieran en las principales referencias para la formación artística de las Academias en toda Europa. También decoraron los salones y jardines de la aristocracia dieciochesca convirtiéndose en un signo de distinción social para sus propietarios. Hegel en sus textos sobre estética señala la preferencia de las sensibilidades más selectas por las formas estables de la escultura clásica frente a los colores variables de la pintura romántica (Hegel, 2007: 351-389).
El gusto aristocrático preferirá la contemplación de las formas escultóricas porque su atractivo es atemporal e invariable. La preferencia por los colores vivos y contrastados y las escenas exóticas correspondía al gusto propio de la pujante burguesía fascinada por las novedades de los salones de la pintura moderna, que tenían que renovar sus tendencias al mismo tiempo que la moda (Benjamin, 2005: 61). Para completar las alusiones a la escultura de la primera escena de la película debemos señalar la aparición de otro tipo de máscara que se había convertido en la preferida por los artistas modernos desde el cubismo de Picasso y el fauvismo de Matisse.
El propio Jean Cocteau realizó una máscara de inspiración africana que aparece en la pantalla girando para permitirnos observar al mismo tiempo su forma externa cóncava y su interior convexo, invitando a que nos pongamos esa máscara para mirar la escena y el resto de la película desde el interior. Esta danza anacrónica de máscaras modernas, clásicas y primitivas manifestará uno de los principales fenómenos artísticos que se consolidarán tras la guerra europea. Para estos artistas no basta con instalar nuevas formas y técnicas artísticas en la historia del arte más reciente, como ya estaba sucediendo por ejemplo con el impresionismo. Algunos de los artistas más avanzados del periodo de entreguerras intentaban precisamente evitar que la historicidad y la renovación de los estilos fuera el único motor que animara el arte.
El interés de Cocteau al mismo tiempo por los arcanos medievales, la mitología clasicista (Orfeo) o por el valor mágico y ritual de la máscara primitiva, conllevaba una búsqueda en torno a las necesidades más primigenias de la creación artística para traducir estas formas plásticas arcaicas al novedoso medio cinematográfico, en una danza de luces y sombras, electricidad y mitología. Esta convivencia de elementos aparentemente antagónicos se manifestaría como una suerte de fractura –de esquizofrenia– que caracterizará la forma de las máscaras primitivas en lo que Levi-Strauss (1995: 263-292) describiría como el desdoblamiento de la representación.
Esa fractura que violentamente quiebra los rostros de las Señoritas de Avignon, coincidirá con las primeras experiencias de formación del lenguaje cinematográfico en el que se generarán nuevos significados por la violenta sucesión de imágenes. Los artistas de la vanguardia vivirán la vieja dicotomía expresada por Baudelarie en El pintor de la vida moderna: “La modernité, c’est le transitoire, le fugitif, le contingent, la moitié de l’art, dont l’autre moitié est l’eternel et l’immuable”, (Baudelaire, 2003: 681). La sangre de un poeta es precisamente la que brota de esa herida –al mismo tiempo cicatriz y sonrisa–entre la modernidad mecánica y veloz del medio cinematográfico y el eterno, cíclico e inmutable tiempo del mito.
Ya encontrasen sus raíces en la antigüedad griega o en la remota contemporaneidad del arte negro, esas formas artísticas estaban vinculadas a los mitos y rituales que enfrentaban a los hombres y mujeres con las fuerzas de la naturaleza, la supervivencia, la fecundidad, la enfermedad o la muerte. Vinculadas con los principios existenciales más básicos, aquellas máscaras suponían un interés anacrónico o, si lo preferimos, anti-histórico. Las repetidas copias que en distintas épocas se han hecho de las esculturas clásicas confirman no tanto su anclaje en la historia del arte occidental como tu extemporaneidad. Esas máscaras y esculturas multiplicadas se sitúan más allá del tiempo, en un espacio estético en el que tan sólo la mitología y no la cronología nos puede orientar.
Estos artistas, y algunos de los teóricos que desarrollaron sus ideas durante esas décadas, como Carl Einstein (2002) o Aby Warburg (2008), buscaron el nuevo valor del arte fuera de la historia, evitando que sus propuestas participasen de la desenfrenada carrera en la que se podía convertir el arte vanguardista. Por este motivo veremos que al final de la película aparecerá un alado Orfeo de raza negra. La mitología clásica, los arcanos medievales, las máscaras africanas, serán recursos para evitar la actualidad documental –el aquí y el ahora– de la imagen cinematográfica, transformando nuestra percepción del tiempo mientras intentamos descifrar las claves, analizar los elementos que componen La sangre de un poeta. A continuación, nos sumergiremos en la atmósfera difusa de esta película, que parece evocar el efecto del opio.
4. Atlas simbólico de ‘La sangre de un poeta’
Una sucesión de imágenes se presenta de la misma manera que se yuxtaponen los símbolos en un escudo de armas. Diversos elementos que hacen referencia a la biografía del autor o a los mitos clásicos componen un collage de escenas que parecen superponerse en tiempos asíncronos. Los lugares son tratados con la misma crudeza que los espacios surrealistas pintados por Dalí, Magritte o de Chirico. Entre el reducidísimo atrezo reconocemos los escasos signos que podremos interpretar como si fueran las pistas de una novela de detectives. Las vivencias y sufrimientos del poeta surgen de su propia sangre fluyendo por una abrupta sucesión de escenas compuestas en sencillos interiores.
Jean Cocteau construye sus imágenes poniendo en escena figuras que se presentan como arcanos de tarot –o las miniaturas medievales– sin las distracciones propias de los decorados del teatro decimonónico. El autor aborda la película centrándose en el mensaje y no tanto en la ambientación, aprovechando las posibilidades que facilita el lenguaje cinematográfico para transgredir las normas que dictan la sucesión lineal de los hechos. En esta confluencia de ideas y alusiones, recorreremos algunos elementos simbólicos que aparecen en La Sangre de un poeta y estableceremos analogías entre las propias conexiones biográficas de Jean Cocteau y la interpretación realizada por otros artistas cercanos a él.
4.1 En cualquier lugar, en ninguna parte
El carácter directo de las escenas, la ambientación a modo de escenografía de teatro experimental y la coexistencia de elementos de distintas épocas, dificulta la ubicación del espectador en el tiempo y el espacio. La frontera entre el interior y el exterior se diluye en una evocación propia de lo onírico, donde únicamente algunos detalles importan y el resto de los hechos se suceden entre sí sin aparente conexión. Si bien la recreación de idílicos espacios clásicos ha sido una constante en la representación plástica, en la obra de Cocteau se nos muestra despojada de todo ornamento, abordando con sinceridad y valentía el valor simbólico de cada elemento bajo la ausencia de la ensoñación y el deleite.
Si consideramos la condición aristócrata del autor entenderemos las alusiones al clasicismo a través de la estatua o del atuendo dieciochesco de los personajes. Sin embargo, estas referencias aparecen como descarnadas pinceladas sin ningún atisbo del ensimismamiento que había producido en la clase adinerada. Mientras nobles y aristócratas evocaban el Jardín del Edén mediante estructuras paisajísticas que ofrecían cuidadas composiciones, Cocteau nos presenta la estatua clásica en un espacio doméstico, descarnado y moderno, muy alejado de la riqueza ornamental de los palacios del siglo xviii, donde las representaciones escultóricas clásicas se cobijaban bajo la vegetación cuidadosamente organizada.
La representación de la mujer apenas se materializa en todo el film, tomando protagonismo únicamente en la imagen de la estatua-diosa. Esta cosificación del cuerpo femenino como escultura se encuentra en sintonía con las poéticas cercanas al surrealismo (Leopardi, 2013). Probablemente por eso se produce una huida de la naturaleza que, en estado salvaje, se asociaba a lo femenino. Sin embargo, aunque no existe una recreación explícita y detallada de estructuras clásicas, su presencia velada nos traslada a una época de estabilidad en las luces y en las sombras, de nostalgia de mármoles blancos, permitiendo que nos remontemos a tiempos pasados, invocados en blancos y negros, a través de uno de los grandes inventos modernos, el cine.
En el apogeo de la industrialización y el progreso, el ojo moderno, que se asoma a lo oculto, violenta la sacralidad de los espacios porque nos permite adentrarnos en lo no visible, lo prohibido y lo extinguido. La modernidad había propiciado la ampliación de nuestra visión, no sólo a través del cine y la fotografía. La invención del microscopio permitía al hombre moderno asomarse al interior del ser humano y con el telescopio ampliaba su visión hacia el infinito. La ciencia se imponía sobre lo divino y facilitaba que la mirada del hombre se posara sobre el origen de la vida, albergada otrora en iglesias y catedrales. De alguna manera, el surrealismo también rompe con la sacralidad de los templos, anteriores guardianes del misterio y penetra en el interior de los espacios evidenciando la supremacía de la ciencia, del conocimiento humano de lo metafísico.
La modernidad levanta sus nuevos ídolos con estructuras huecas y grandes volúmenes. Las vanguardias tienen un referente en construcciones como la Torre Eiffel o la Estatua de la Libertad, esta última alberga la modernidad en su interior manteniendo por fuera el aspecto clasicista. Artistas como Rodchenko o Calder toman estas ideas para explorar en los huecos, los vacíos y los volúmenes. Pocos años antes Auguste Rodin había renovado los fundamentos de la escultura moderna levantando La catedral sobre los pilares de lo humano, construyendo el nuevo templo a partir de su anatomía:
“L’harmonie, dans les corps vivants, résulte du contrebalancement des masses qui se déplacent: la Cathédrale est construite à l’exemple des corps vivants” (Rodin, 1921: 1).
Bajo esta presencia de lo moderno y lo clásico, Jean Cocteau escogerá aquellos elementos simbólicos que hacen referencia a su memoria y sus traumas para refundirlos en escenas directas y despojadas de todo ornamento que nos trasladan a su universo onírico. Y nada mejor para establecer el tránsito desde lo real al mundo de los sueños que el espejo y la puerta, símbolos del acceso a otros planos de realidad. Nuevamente se establece la dual coexistencia de concepciones espacio-temporales distintas, igual que ya hizo con el clasicismo y la modernidad.
4.2 El espejo
Animado por la diosa, el poeta flota en la negrura del infinito que se abre como un abismo al otro lado del espejo. Emulando el irreal viaje realizado por Alicia, personaje de Lewis Carroll, bucea por un mundo nuevo y desconocido que representa los rincones de su propia mente. La mirada de Narciso transgrede el espacio y se sumerge en el vacío que le transporta al Hotel des Folies-Dramatiques, ubicado en el boulevar Arago (Aragon, 2016). Allí se enfrentará a los rincones de sus propias vivencias y traumas.
El espejo, en culturas primitivas símbolo de la multiplicidad del alma, puede interpretarse como una puerta para cruzar al otro lado, de ahí la tradición de cubrir o voltear los espejos de las casas cuando alguien fallecía (Cirlot, 1997: 201). Cocteau ha abordado el tema de la muerte en gran parte de su filmografía con diversas variantes. El espejo también es un elemento recurrente en su versión teatral de Orfeo y en las posteriores obras cinematográficas, Orfeo y El testamento de Orfeo. Según los análisis de Rafael Utrera, para Jean Cocteau la muerte es un “acceso a la suprema verdad” (Utrera, 2007: 208), estableciendo su tiempo y el espacio en la misma dimensión que la de los sueños. El espejo es la puerta que da paso a esa otra dimensión.
El ángel guardián Heurtebise, personaje de la obra cinematográfica de Jean Cocteau Orfeo (Williams, 2006: 112), revelaba el misterio anunciando que los espejos “son las puertas por las que la Muerte va y viene. Mira toda la vida en un espejo y verás a la Muerte trabajar como las abejas en una colmena” (Orfeo, 1950).
Además de la relación entre estos dos elementos, evidente en obras como El Acorazado Potemkin de Eisenstein, donde el cristal de unas gafas devuelve la imagen reflejada de la muerte, el espejo en el arte ha tenido múltiples interpretaciones. Sin embargo, son el arte moderno y en especial el surrealismo los que revisan el uso del espejo como elemento simbólico realizando nuevas aportaciones. Se establece una conexión que juega con lo real y lo onírico. Autores como René Magritte proponen juegos ópticos donde nos invitan a reflexionar sobre la proyección de nuestro yo. En La reproducción prohibida, el pintor belga rompe con la función principal del espejo y otorga un mayor protagonismo al espectador, permitiéndonos observar nuestra propia mirada.
Una de las propiedades que tiene el espejo es que sólo el que se mira puede contemplar la imagen de sí mismo que sus ojos ven, estableciéndose una relación visual reflexiva, que es la propia del autorretrato en la pintura. Únicamente aislados, a través de nuestra mirada, podemos enfrentarnos sin obstáculos con nuestro propio yo. Y a pesar de que esté enmarcado como un cuadro, a diferencia de éste, la imagen que devuelve no es única, sino múltiple, efímera y cambiante. Como el propio Cocteau apuntaba, nos enfrentamos a la realidad de lo humano y su finitud: la imagen de la muerte trabajando. Del mismo modo que el cine, el espejo refleja lo que no se ve, devolviéndonos una realidad latente y oculta.
4.3 La puerta
Mientras la ciencia penetraba en el interior de los cuerpos, las teorías freudianas indagaban en lo más profundo de la psique. Cocteau cruza un umbral, horizontal y vertical simultáneamente, que es espejo, agua y puerta, para sumergirse en el interior de su mente. Su viaje a través de lo onírico traslada al protagonista al interior del Hotel des Folies-Dramatiques. Un sinfín de puertas, que representan el umbral, el paso al otro lado, y que simbólicamente, también están ligadas al hogar y la patria, invitan al protagonista a mirar a través de su cerradura. Esta entrada, que en la arquitectura sacra separaba lo humano de lo divino, facilita al poeta el paso al mundo de los sueños y la memoria.
El protagonista se desplaza lentamente por el pasillo, sometido a una anómala fuerza de la gravedad, mientras observa por las cerraduras reflejos de su propia vida, bajo las teorías de los ensayos post-relativistas que abordaban el tiempo y el espacio como unidades intercambiables. Así como cada espacio podía generar un tiempo distinto, detrás de cada puerta se escondía la recreación de una escena del trauma.
Otros cineastas como Alfred Hitchcock, influido por el psicoanálisis freudiano, emplearon la cerradura y, especialmente la llave, como símbolo de acceso a lo oculto. Esa llave representaba el paso hacia lo prohibido y su dueño se convertía en el guardián del misterio. Y en esta concepción de centinela y observador, los espectáculos de peep show que mostraban escenas inconexas entre sí, dejaban paso a las nuevas armas del voyeaur, el cine y la fotografía. El propio Luís Buñuel, que indagó a través de su filmografía en el carácter vouyeurista del espectador, consideraba que “en un cine refinado lo mejor sería dar una cerradura a cada espectador para que viera más a gusto la película” (citado en Fuentes, 2000: 173). Mirar por el ojo de la cerradura es enfrentarse a la sorpresa y mirar sin ser visto.
4.4 El tiempo
Las escenas se deslizan bajo un discurso espacio temporal no kantiano. Los acontecimientos suceden en lugares cambiantes y en un tiempo asíncrono. En La sangre de un poeta se desafían las leyes físicas de la gravedad de Newton. La diferencia entre lo real y lo onírico apenas se percibe ya que las escenas se desencadenan como una sucesión indiscriminada de ideas. Se produce una ruptura temporal constante; un ajusticiamiento que avanza y retrocede sobre sí mismo. Coexisten personajes y elementos de épocas distintas poniendo de relieve el sentido onírico de las escenas. El montaje cinematográfico permite construir el relato alterando los tiempos, recreando la esencia del mito de Orfeo en un ciclo de nacimiento y muerte que se identifica con el sueño del artista, el cual encuentra la inmortalidad en la eternidad del arte.
La preocupación de Cocteau por el tiempo encuentra eco en otros artistas como Dalí que plasmó a través de su conocida representación de relojes blandos la relatividad del mismo. La persistencia de la memoria revela, a través de tres relojes de aspecto dúctil y derretido que marcan diferentes horas, la mortalidad del hombre y el carácter fugaz y relativo del tiempo. Las hormigas, que recorren el único reloj rígido que no muestra su hora, nos advierten de la condición finita y corrupta de nuestro cuerpo. Las indagaciones de Dalí sobre la materia del cuerpo hallan en la putrefacción la representación de lo efímero y del inexorable paso del tiempo.
4.5 El espacio
Además del espacio onírico anteriormente analizado, surgen algunos elementos significativos por su carácter público y exterior, algo excepcional en el transcurso de una película de interiores vinculados con la reclusión y el inconsciente. Las escasas imágenes de exteriores hacen referencia a la ruina, a la decadencia de la aristocracia y a la añoranza de tiempos perdidos. Cuando el protagonista destroza la figura clásica, se da paso al esqueleto de un gran edificio mientras se nos advierte de que “al romper las estatuas se corre el riesgo de convertirse en una uno mismo”, volviendo sobre la idea de clasicismo y modernidad. La ruina tenía la capacidad de desnudar el alma del hombre y exponer públicamente su interior más oculto.
Influido por las ideas freudianas, el interior y el exterior se funden en uno y se da paso a una calle donde las farolas coexisten con los palcos de un teatro, produciéndose una nueva ruptura entre el espacio y el tiempo. Justo al final del siglo xix la Ópera de París del arquitecto Charles Garnier completó el gran proyecto del París moderno convirtiendo la ciudad en una obra de arte total. Como desarrollo de las concepciones estéticas de Wagner, el teatro de la Ópera de París se convirtió en el lugar de deleite de la alta sociedad. Los aristócratas ataviados con ropajes decadentes aparecen contemplando la dramática muerte de un niño con la distancia que imponía las convenciones estéticas del siglo anterior.
Si existe algo que caracteriza al tratamiento espacial creado por Cocteau a lo largo de todas las escenas es la falta de ambientación de las mismas. Por eso llama la atención el escenario urbano sugerido que, si bien muestra una imagen cruda y pobre en ornamento para la recreación de un teatro, goza de cierto carácter atmosférico –incluso pintoresco– reproduciendo la caída de la nieve bajo la luz de la luna. A partir de este momento los hechos se van desencadenando de manera teatral, con interpretaciones muy afectadas, produciéndose una compleja convivencia entre los distintos planos de representación.
Otra referencia al espacio exterior, de marcado carácter industrial, es la chimenea que se desploma al principio y al final de La sangre de un poeta. La caída de la columna, eje del mundo y símbolo de ascensión que remite al derrumbamiento del clasicismo, surge precedida de la sentencia “el tedio mortal de la inmortalidad” haciendo referencia al pensamiento de Nietzsche en El nacimiento de la tragedia. La autoridad y el orden espacial son derribados, el apogeo de la época industrial encarnado en la chimenea es derruido como sucediera con los templos de los dioses clásicos. Pero, si consideramos que esta caída se produce además en la apertura y el cierre de la película, nos encontraríamos ante una doble columna, como representación de los pilares de la entrada a la eternidad, sustentadoras del pórtico del templo.
4.6 La infancia
El mundo visto por los ojos de un niño explorando los límites de la inocencia perdida es algo que ha preocupado a numerosos cineastas. Desde la admiración al mundo adulto, infantes y adolescentes han captado el interés del espectador mostrando sus, hasta ahora invisibles, conflictos interiores. El Tadzio de Visconti (Muerte en Venecia) o el joven Antoine Doinel, alter ego de Truffaut (Los cuatrocientos golpes por los ojos), retratan la seguridad del que pisa el mundo con fuerza y los temores del que comienza a conocer el verdadero camino de la vida. La escena final con Doinel corriendo, huyendo de la soledad y la infancia perdida y su imagen deteniéndose en uno de los planos fijos más relevantes de la historia del cine, pone el acento en el recuerdo de la infancia que, como consideraba Truffaut, no existiría si no fuera recordada. La misma atmósfera fría y densa que utilizó el director francés también se respira en la alegoría de la belleza que Visconti dibuja en los velados y desvaídos paisajes venecianos, como si el momento vivido se desvaneciera conectando con la memoria y el recuerdo.
Como ya hiciera Abel Gance en Napoleon (1927), Cocteau nos presenta una infancia bajo el manto blanco de la nieve. Su presencia en la escena de la pelea entre los niños, como elemento que enfatiza la ausencia de color y alegría, alude a la infancia marcada por la pérdida, el conflicto y el trauma. El resultado es el niño muerto al que posteriormente le será robado el corazón, bajo la apariencia de naipe, en lo que se puede considerar una alusión a la pérdida de su padre. Además de los conflictos y penares de la niñez, el autor pone el foco en el desafío a la autoridad y al orden existente, como se deduce de la escena de la niña ingobernable del Hotel des Folies-Dramatiques.
4.7 Los naipes
Aristócratas y nobles contemplan una partida de cartas, actividad que ocupaba frecuentemente sus dilatados tiempos de ocio. El origen simbólico de los naipes que conforman una revisión del Tarot agrupan fuerzas elementales como riqueza, poder o justicia. Algunos autores surrealistas, atraídos por este conjunto de arcanos mayores y menores que suponen un camino iniciático con reminiscencias en los sueños, diseñan su propio juego híbrido, mezcla del Tarot y los populares juegos de cartas, saltándose parte de las normas que regían ambas prácticas. Este conjunto de naipes al que denominaron Juego de Marsella, remplazaba corazones, picas, diamantes y tréboles por llamas (el amor y la pasión), ruedas (la revolución), estrellas (los sueños) y cerraduras (el conocimiento), elementos muy ligados también al propio espectro simbólico de Cocteau.
Al poco de iniciarse la Segunda Guerra Mundial, un grupo de artistas e intelectuales con André Bretón al frente, establece el nuevo liderazgo surrealista de los naipes en figuras más próximas a lo onírico como el Genio, la Sirena y el Mago, destituyendo a reyes y reinas como figuras de autoridad. Romperán con los poderes fácticos que dominaban la tierra: gobierno –bastos–, intelecto –oros–, sacerdocio –copas– y ejército –espadas– (Cirlot, 1997: 428-431). Además, estas tres representaciones estaban ligadas en cada uno de los palos a personajes que también conectan claramente con el universo del poeta, como Baudelaire, Alicia, Hegel o Freud, entre otros. La transgresora e irreverente forma de ver el mundo de los surrealistas permitía combinar en su imaginativo universo los seres más dispares al igual que sucede en La sangre de un poeta.
4.8 Las estrellas
El mismo personaje que había robado el corazón al niño se suicida incidiendo una vez más en el drama vivido por el pequeño Jean. Una estrella de cinco puntas, símbolo del maestro e instructor, aparece solitaria como la puerta hacia las tinieblas donde debería estar la herida del disparo. Visualmente, las estrellas se asemejan a un conjunto de impactos de bala sobre el cielo, idea que recoge Méliès en su Viaje a la Luna al disparar sobre el blanco satélite. Habitualmente, las estrellas, que además son uno de los arcanos del Tarot, suelen aparecer formando un conjunto como ya sucedía en la escena del hermafrodita. La carta de las estrellas supone una representación del alma que conecta el espíritu con la materia (Wirth, 1978).
5. Conclusiones: El universo de Cocteau. Bajo las alas de Orfeo
En este recorrido por algunos elementos simbólicos de La sangre de un poeta encontramos condensado el imaginario de Jean Cocteau que abordará también en obras posteriores, así como los referentes en otros artistas del siglo xx. Las preocupaciones estéticas y conceptuales manifestadas a través del carácter simbólico de los elementos analizados constituyen un territorio común para cine y artes plásticas.
El contexto social y cultural del momento se convirtió en un punto de partida hacia reflexiones más profundas sobre las experiencias personales o el sentido de la propia existencia. Son muchos los símbolos representativos de la película analizada que se han quedado fuera de este estudio, como la lira, la mano, la vaca, el agua, la pipa, el ángel o la esfera. Cada uno de ellos conformaría un nuevo imaginario y se relacionaría de manera unívoca con el resto. Hemos querido poner el foco sobre aquellos que consideramos de especial relevancia a la hora de establecer conexiones con la vida de Jean Cocteau, principalmente con sus experiencias más traumáticas.
El valor simbólico de la obra de Cocteau ha sido ampliamente abordado a través de estudios y ensayos. Sin embargo, este análisis se adentra en aquellos aspectos esenciales para entender su biografía, comprendiendo el contexto histórico desde la influencia que ejerce en su creación. Por otro lado, se han establecido analogías entre su trabajo y el de artistas significativos cercanos a las vanguardias, con el fin de entender mejor los motivos derivados de determinados tratamientos estéticos. Al adentrarnos en su universo onírico, construido bajo las alas de Orfeo, resulta comprensible la influencia que posteriormente ejerció en determinados autores, llegando a convertirse en un referente claro para muchos de ellos.
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Para citar este artículo:
Sardá Sánchez, R. y Alemany Sánchez-Moscoso, V. (2017): ‘Jean Cocteau frente al espejo de Orfeo’, en index.comunicación, 7(2), 67-83.