index.comunicación | nº 7 (1) 2017 | Páginas 243-268
E-ISSN: 2174-1859 | ISSN: 2444-3239 | Depósito Legal: M-19965-2015
Recibido el 17_07_2017 | Aceptado el 21_09_2017
Hay películas que duelen: las sensaciones de dolor en el cine desde una perspectiva cognitiva
There are movies that hurt: sensations of pain in cinema from a cognitive perspective
Víctor Aertsen | vaertsen@db.uc3m.es | Universidad Carlos III de Madrid
Resumen: Pocos espectadores podrán negar haberse encogido de dolor ante alguna imagen explícita de una fractura, un corte o un desgarro, o haberse visto contagiados por el intenso sufrimiento que las expresiones de algún personaje denotaba. A pesar de ello, pocas investigaciones han ahondado en el estudio de los mecanismos estéticos y psicofísicos del dolor cinematográfico. Partiendo de las conclusiones de investigaciones recientes en el ámbito de las neurociencias cognitivas, este trabajo hace inventario de algunas de las vías por las que un artefacto audiovisual puede provocar sensaciones de dolor en sus espectadores, teniendo en cuenta la relación entre los factores corporales y las estrategias estéticas que las modulan. Esta casuística se acompaña de una serie de ejemplos concretos en los que se analizan las estrategias seguidas para su suscitación, así como el modo en que estas sensaciones se integran en la experiencia completa de cada escena. Palabras clave: teoría fílmica; estética fílmica; sensaciones; emociones; dolor; empatía.
Abstract: Few viewers can deny having contracted in pain at the face of an explicit image of a fracture, a cut or a ripping, or beening infected by the intense suffering that the expressions of some character denoted. In spite of this, little research has gone into the study of the aesthetic and psychophysical mechanisms of cinematographic pain. Based on the findings of the most recent research in the area of cognitive neurosciences, this paper surveys some of the ways in which an audiovisual device can provoke pain sensations in its viewers, taking into account the relationship between body factors and aesthetic strategies that modulate them. This casuistry is accompanied by a series of concrete examples that analyze the strategies followed for its elicitation, as well as the way in which these feelings are integrated into the complete experience of each scene. Keywords: film theory; film aesthetics; sensations; emotions; pain; empathy.
1. Introducción
Es bien sabido que las obras de arte provocan sensaciones de variada índole en el ser humano, encontrándose el dolor entre las experiencias sensibles más punzantes. Pocos individuos podrán negar haberse encogido de dolor en alguna ocasión ante la imagen explícita de una fractura, un corte o un desgarro, o haberse visto contagiados por el intenso sufrimiento expresado por las facciones de algún personaje. A pesar de ello, aun dándose por sentada su posibilidad, pocas investigaciones han ahondado en el estudio de los mecanismos estéticos y psicofísicos por los que un artefacto audiovisual puede provocar sensaciones de dolor en sus espectadores.
Si bien el interés reflexivo por las emociones fílmicas puede rastrearse hasta los escritos –psicológicamente ingenuos, fenomenológicamente ricos–de los primeros teóricos del cine y percibirse de forma tangencial en los trabajos de la teoría cinematográfica psicoanalítica[1], no sería hasta la implantación de las recientes corrientes fenomenológica (Sobchack, 1992) y cognitiva (Grodal, 2009; Plantinga, 2009) cuando la teoría fílmica comenzara a prestar atención sistemática por las potencialidades sensibles del audiovisual, especialmente en su dimensión háptica (Marks, 2000). En este sentido, Raymond Bellour (2013: 17) destaca el...
“...deslizamiento que se ha producido en el universo de los estudios sobre el cine, especialmente en la manera de abordar las películas. También en ese caso, se trata de una tenaza que ha ido aflojándose poco a poco en relación con ciertos visos de normatividad procedentes tanto del psicoanálisis como de la semiología. Allí donde ambos favorecían, con sus propios conceptos, más o menos precisos o flotantes, la idea de “texto fílmico”, es más bien la visión de un cuerpo de la película, de la película como cuerpo, lo que ha pasado poco a poco a primer plano, con sus sensaciones, sus emociones y sus figuras […]”.
Diferentes estudios en los últimos años se han interesado por dilucidar las estrategias estéticas que diferentes directores (Elliott, 2011) o géneros cinematográficos (Hanich, 2012) utilizan para provocar sensaciones corporales, y las implicaciones de su uso en la experiencia fílmica y los discursos culturales propuestos. Pero se trata de propuestas recientes que, si bien marcan un nuevo enfoque teórico y analítico en el ámbito de los estudios fílmicos, aún están lejos de ofrecer un mapa completo de los procesos psicofísicos y los recursos fílmicos que participan en la confección de la dimensión sensible de la experiencia espectatorial.
A ello se suma un desequilibrio palpable a la hora de abordar los diferentes sentidos de los que está dotado el ser humano, lo que ha llevado a un marcado déficit en el estudio de modalidades sensibles como la propiocepción, la termocepción y la nocicepción (Antunes, 2016). En este sentido, el presente texto pretende aportar un marco reflexivo que ayude al estudio y la comprensión sobre la capacidad de las narrativas audiovisuales de inducir sensaciones de dolor en sus espectadores.
2. Objetivo y metodología de trabajo
Como se ha anticipado en la introducción, no es el objetivo de este texto analizar los usos y discursos culturales del dolor que algunas obras o filmografías concretas han planteado, empresa en la que se percibe una atención tan sólo ligeramente superior por parte de la comunidad académica (Allen, 2013; Laine, 2015). Sino exponer los mecanismos psicofísicos por los que el espectador audiovisual puede llegar a sentir el dolor en su propio cuerpo, atendiendo al estado de la cuestión en el campo de las ciencias cognitivas, y estudiar el modo en que las narraciones audiovisuales modulan dichas sensaciones, en función de los recursos estéticos puestos en escena.
Dado que en el campo de los estudios fílmicos no se dispone de una idea consensuada acerca del modo en que las sensaciones de dolor se activan y administran audiovisualmente, este trabajo hace inventario de las diferentes conclusiones volcadas por las recientes investigaciones en el ámbito de las (neuro)ciencias cognitivas en relación con el fenómeno del dolor en primera y tercera persona. A lo largo del texto se introducen las áreas cerebrales y los circuitos neuronales que cimentan los procesos de elicitación sensible expuestos, con el objeto de dar una imagen más completa de su funcionamiento. Pero con ello no se pretende diseccionar el funcionamiento neurológico de dichos mecanismos, sino introducir su mecánica interna para exponer con claridad los diferentes factores que condicionan la suscitación y modulación de sensaciones dolorosas en el espectador.
Cada vía y factor presentado se ha acompañado de uno o más ejemplos cinematográficos concretos, cuyas imágenes se han analizado con el objeto de demostrar la legitimidad y el alcance de los planteamientos. En todos los casos no sólo se ha estudiado la efectividad sensible de los pasajes en lo que al dolor se refiere, sino que también se ha procurado reflexionar sobre el modo en que dichas sensaciones se integran en la experiencia completa propuesta por la escena en cuestión. De este modo, planteando una casuística que se espera clarificadora, este artículo pretende ofrecer herramientas conceptuales que ayuden en posteriores reflexiones sobre el fenómeno del dolor en el cine, invitando a que las conclusiones de este modo obtenidas tengan en cuenta el marco completo de la experiencia fílmica en la que se integran.
3. Resultados
3.1 El sentido del dolor
Desde la infancia, en occidente, por cuestiones de legado cultural –Aristóteles– y evidencia anatómica –órganos externos observables– aprendemos que tenemos cinco sentidos: vista, oído, olfato, gusto y tacto (Keeley, 2013). Un planteamiento tan habitual que generalmente cualquier otro sentido propuesto, incluso el sentido común o la intuición, se plantea con el –fílmico– epíteto de “sexto sentido” (Howes, 2009). Pero estas modalidades perceptivas sólo dan cuenta de una porción de nuestras experiencias sensoriales.
A estos sentidos exteroceptivos cabe sumar, cuanto menos, tres sentidos internos: la propiocepción, la equilibriocepción y la interocepción (Kandel et al., 2004). Y la identidad de los sentidos canónicos tampoco es tan unitaria como parece, diferenciándose en la literatura especializada el tacto de otros dos sentidos que, a pesar de compartir un mismo órgano –la piel– con éste, presentan sistemas y experiencias perceptivas singulares: la termocepción y la nocicepción (Fulkerson, 2011).
El sentido del dolor es una de las modalidades sensoriales más confusas. Se trata de un sentido fundamental para la supervivencia, y su experiencia resulta obvia para todos los individuos. Pero tiene una característica que lo distingue del resto de sentidos: no sólo cuenta con un sistema de receptores, vías y áreas de procesamiento neural propio, sino que también se integra en otras modalidades perceptivas, provocando sensaciones de dolor cuando los estímulos recibidos superan ciertos umbrales. Lo que convierte a la nocicepción, según Dallenbach (1998), en la modalidad perceptiva privilegiada para el estudio tanto histórico como filosófico sobre la problemática de la individuación de los sentidos y su integración multimodal.
Individualizado por el médico y filósofo persa Avicena en los años 1000, introducido en los debates científicos contemporáneos por el fisiólogo alemán Moritz Schiff en 1858 y estudiado en detalle por el neurofisiólogo británico Charles Sherrington durante la primera mitad del siglo xx (Holdcroft y Jaggar, 2005), el sentido del dolor incluye una serie compleja de procesos. Zaki et al. (2016: 2-3) plantean un ejemplo ilustrativo:
“Considere el momento en que se golpea con un martillo. El evento desencadena una experiencia multidimensional, incluyendo, pero no limitada a, el procesamiento de: (1) la ubicación del dolor (en la mano, no en el pie); (2) su intensidad (fuerte); (3) cualidades (aplastamiento, dolor); (4) malestar generalizado; la valencia negativa (5) y (6) la alta excitación que caracteriza la respuesta emocional; (7) redirección de la atención hacia la mano; (8) motivación para reducir el dolor: (9) planes motores para hacerlo (por ejemplo, frotar el área afectada); y (10) aprender a evitar el dolor futuro manejando las herramientas con más cuidado.”
A la experiencia resultante de esta serie de eventos suele identificarse como dolor nociceptivo, término que deriva del nombre de los receptores –nociceptores– que se activan cuando perciben estímulos potencialmente dañinos (Zaki et al., 2016). Aunque históricamente los estudios sobre el dolor han planteado diferentes teorías sobre su origen y caracterización, el planteamiento más aceptado en la actualidad, la ‘teoría de la compuerta’, propuesta por Ronald Melzack y Patrick Wall en 1965, concibe la nocicepción como un proceso multidireccional donde el cerebro juega un papel fundamental en el procesamiento y la modulación de los estímulos entrantes (Melzack y Wall, 1996), planteando una cartografía del dolor donde el estímulo dañino directo deja de situarse como factor protagonista.
El dolor, según Bennet (2005: 17), “no es la consecuencia inevitable de la activación de una vía específica del dolor que comienza en la fibra C y termina en la corteza cerebral. Su percepción es el resultado del complejo procesamiento de patrones de actividad dentro del sistema somatosensorial”. En consonancia, la Asociación Internacional para el Estudio del Dolor (IASP) define dicha sensación como “una experiencia sensorial y emocional desagradable asociada con el daño actual o potencial de tejidos, o descrita en términos de dicho daño” (Holdcroft y Jaggar, 2005: 81). Una definición que incorpora varias formas de entender el dolor en tanto que experiencia, incluyendo la posibilidad de que emociones, cogniciones e incluso percepciones de otras modalidades sensoriales puedan participar en su desencadenado, a pesar de no implicar una estimulación directa de sus nociceptores.
Las sensaciones de dolor pueden variar ampliamente entre individuos. Como apunta Berkley (2005: 146): “la sensación de dolor se deriva de los muchos controles cooperativos que se ejercen sobre el flujo de información de los estímulos corporales (por ejemplo, de las vísceras al cerebro activo y dinámico). Los controles son continuamente actualizados por la experiencia. Por tanto, el sistema nervioso central crea un dolor único para cada individuo”. Su experiencia puede verse afectada por el estado emocional y visceral del individuo, funcionando por ejemplo las endorfinas liberadas por el estrés como “analgésicos naturales” (Brown, 2002: 108). Pero también viene modulada por información sensorial paralela, viéndose reducida ante imágenes o sonidos agradables (Senkowski et al., 2014).
Por tanto, el dolor no es una sensación provocada exclusivamente a través del contacto directo de nuestra piel con algún agente dañino. Se trata de un sentido de intensa imbricación multimodal, donde la situación emocional y visceral, los marcos cognitivos y la información de otras modalidades perceptivas participan en su provocación y modulación.
Al modular los estados psicofísicos de sus espectadores a lo largo del tiempo, las narraciones audiovisuales pueden actuar sobre las experiencias dolorosas de forma indirecta estableciendo marcos corporales y cognitivos susceptibles de modular la intensidad y extensión de las sensaciones dolorosas inducidas. Pero, aún más importante, dichas narraciones pueden provocar directamente sensaciones de dolor en sus espectadores por vías audiovisuales, a partir de las percepciones visuales y sonoras que presentan. En palabras de Nikola Grahek (Grahek, 2007), los espectadores pueden 'sentir' dolor sin 'padecer' realmente el dolor.
En primer lugar, la mera caracterización de la nocicepción como un sentido autómono aunque entretejido con el resto de sistemas perceptivos permite plantear una primera vía por la que los artefactos audiovisuales pueden producir sensaciones dolorosas en sus espectadores. Se trata de una vía directa y sensorial en sentido estricto, previa a los procesos de reconocimiento propios de la percepción: someter a los espectadores a estímulos sonoros o visuales de intensidad cercanos o superiores al umbral de dolor de dichos sentidos (Gracely, 2010).
A pesar de resultar poco habitual, algunas películas comerciales recurren a esta vía para establecer correlaciones sensibles entre los personajes y el espectador. Corrupción en Miami (Miami Vice, Michael Mann, 2006) recurre a ella amplificando los sonidos de los disparos hasta límites en ocasiones insoportables, buscando alcanzar mayores cotas de realismo y contundencia en la puesta en escena de sus secuencias de acción.
Cuando el protagonista –Russell Crowe– de Una mente maravillosa (A Beautiful Mind, Ron Howard, 2001) se ve sometido a un tratamiento de electroshock que pretende sanarle de sus alucinaciones, el director utiliza la sobreexposición lumínica para hacer al espectador partícipe de la tortura médica a la que se ve expuesto. Cuando el médico inspecciona con su linterna los ojos del personaje, la cámara sitúa al espectador ante el rayo de luz, consiguiendo que su brillo excesivo resulte molesto. Un efecto enfatizado por el desenfoque del resto de elementos reconocibles de la imagen, lo que concentra naturalmente la atención del espectador sobre la linterna, así como su posterior fundido a blanco. Como apunta Monica Michlin (2014), en ocasiones “la sobreexposición resulta tan abrumadora que se siente como dolor físico”.
Un efecto similar se puede encontrar en Shutter Island (Martin Scorsese, 2010), concretamente durante una escena en la que el detective protagonista –Leonardo DiCaprio– presenta síntomas de desorientación y cefalea durante una violenta tormenta que asola la isla a la que ha acudido para investigar la desaparición de un paciente del centro psiquiátrico allí instalado. Más allá de las implicaciones temáticas de su malestar, durante la secuencia el personaje se muestra altamente afectado por la luz de los relámpagos, llegando el médico en la sala –Ben Kingsley– a interpretar su fotosensibilidad como uno de los síntomas habituales de la migraña. Con el objeto de hacernos partícipes del dolor del protagonista, dentro de lo cinematográficamente posible, el director asalta a los espectadores mediante intermitentes fogonazos lumínicos que hacen virar abruptamente la imagen hacia el blanco, tanto más dolorosos cuanto que la iluminación normal de la escena resulta sombría y ligeramente desaturada (Thomson, 2010), lo que fuerza una adaptación pronunciada de las pupilas, y los destellos se suceden insidiosamente en el tiempo, fatigando progresivamente los músculos del ojo.
En cualquier caso, se trata de una estrategia de la que no se puede abusar, tanto en el caso lumínico como en el sonoro, ya que, según Michlin (2014), “los cineastas corren el peligro de alienar doblemente a su audiencia: a través de la molestia provocada por la luz cegadora y por la destrucción de la ilusión fílmica que el uso demasiado frecuente del mismo artificio necesariamente implica”.
3.2 La empatía corporal y el cine
La vía más frecuente para provocar sensaciones dolorosas en el espectador, por efectiva y versátil, es la movilización de procesos empáticos (Vaage, 2010). Concretamente procesos de ‘dolor espejo’ (Banissy, 2013), también llamada ‘empatía con el dolor’ (Zaki et al., 2016). A pesar de que la literatura psicológica ha tendido a clasificar el fenómeno de la empatía en dos categorías conceptualmente restrictivas –emocional y cognitiva–, según Keysers (2011: 109-110) “debe ser vista como un mosaico de subcomponentes que construyen juntos la imagen final de lo que sucede en el interior de otras personas”. El autor aconseja el uso del término ‘empatía corporal’ para hacer referencia a la relación primordial e intercorporal entre individuos a través de la cual una persona puede experimentar en su propio cuerpo las sensaciones y activaciones que percibe en otros, por lo que antecede –y articula– lo meramente emocional.
La empatía corporal es un fenómeno eminentemente experiencial que incluye procesos motores, somatosensoriales y afectivos, lo que la distingue de la llamada ‘empatía cognitiva’ o capacidad de comprender los estados internos ajenos. Y su identificación como un fenómeno corporalizado implica que está asentado en el propio cuerpo, ejecutándose sin mediación cognitiva de forma inmediata a partir de la percepción de algún estímulo en el cuerpo de otra persona, siempre y cuando se cumplan determinadas condiciones en su presentación.
En las últimas décadas, las investigaciones sobre el amplio abanico de fenómenos que suelen integrarse bajo el concepto de empatía (o simulación) corporal han ganado terreno merced al hallazgo de las llamadas ‘neuronas espejo’ (Gallese, 2005; Iacoboni, 2012). Descubiertas por accidente por un grupo de neuropsicólogos en un laboratorio de Parma en 1990, su singularidad reside en que su activación viene determinada no sólo por la actividad del propio individuo, sino también ante la observación de la actividad de y sobre otros sujetos. Según Rizzolatti et al. (2002: 253), es como si estas neuronas, situadas en diferentes áreas del cerebro, “empezaran a ‘resonar’ tan pronto como se presenta la información visual apropiada”.
A diferencia de otras teorías inferenciales, que asumen la aplicación de reglas proposicionales para entender la vida interior de otras personas, las neuronas espejo nos permiten usar nuestro propio cuerpo y nuestra propia experiencia como referente para aprehender la vida interior de otra persona, utilizando la maquinaria corporal que gobierna las acciones y sensaciones propias como un ‘simulador corporalizado’ (Gallese, 2005, 2008, 2010) con el que experimentar lo que experimenta el otro y, a partir de ello, entenderlo. Se trata de “un mecanismo funcional automático, inconsciente y pre-reflexivo, cuya función es el modelado de objetos, agentes y eventos” (Gallese, 2005: 41), susceptible de ser complementado mediante pensamiento abstracto; pero que a diferencia de lo ocurrido en los casos de inferencia teórica, “comporta una implicación en primera persona por parte del observador, que le permite tener una experiencia inmediata de dicho acontecimiento, como si fuera él mismo quien lo realiza, y captar así, plenamente, su significado” (Rizzolatti y Sinigaglia, 2006: 137).
Inicialmente localizadas en el córtex premotor, progresivas investigaciones han llevado al descubrimiento de neuronas espejo en otras áreas del cerebro relacionadas con las sensaciones somáticas y la creación de estados afectivos. En lo que al dolor respecta, desde el estudio seminal de Singer et al. (2004) diversos experimentos de análisis mediante resonancia magnética funcional (fMRI) han validado la hipótesis de que algunas de las áreas de la ‘matriz del dolor’ se activan tanto en casos donde el sujeto sufre algún estímulo nocivo directo (‘dolor en primera persona’ o ‘dolor nociceptivo’), como en aquellos donde percibe a otro sujeto sufriéndolo (‘dolor en tercera persona’ o ‘dolor empático’), experiencia que, “a pesar de sus diferencias en origen, comparte características con el dolor nociceptivo” (Zaki, Wager, Singer, Keysers y Gazzola, 2016: 1).
Que el cine es capaz de producir experiencias de empatía corporal queda demostrado por un simple hecho: la mayoría de las investigaciones centradas en la activación de neuronas espejo se han realizado mediante experimentos de resonancia magnética donde a los participantes se les presentaban imágenes audiovisuales de acciones y expresiones previamente grabadas (Gallese y Guerra, 2012: 207, nota 10). Cabe apuntar que los pocos experimentos que específicamente han abordado la cuestión de la diferencia entre la observación de acciones reales y virtuales demuestran que la intensidad de la experiencia empática es mayor cuando el movimiento es contemplado en directo (Gallese, 2010: 444). Pero el cine aporta la ventaja añadida de la movilidad de la mirada del espectador: mediante el montaje y el movimiento de la cámara el espectador cinematográfico puede observar la acción desde perspectivas privilegiadas.
A ello se suma la idoneidad de la situación espectatorial respecto a la mecánica de la empatía. Según Gallese y Guerra (2012: 196), “en las experiencias estéticas estamos temporalmente liberados de nuestras ocupaciones vitales reales y tenemos la oportunidad de liberar nuevas energías para hacer frente a una dimensión paradójicamente más viva que la realidad”. Los autores describen esta actitud estética como ‘simulación corporalizada liberada’, apuntando que en las condiciones adecuadas esta situación puede llevar a una intensificación de la simulación. En el caso del cine, la ausencia de iluminación en las salas, la inmersión en la narración en desarrollo y el estado de inacción corporal reducen la actividad corporal propia del espectador, quedando su interacción con el mundo mediada casi exclusivamente por los eventos y cuerpos percibidos en la pantalla.
3.3 La empatía corporal y el dolor
Aunque su alta correlación dificulta su disociación, los principales estudios científicos distinguen entre el componente sensible y el componente afectivo del dolor empático (Jackson et al., 2006). Ambos componentes están asociados con áreas diferentes de la matriz del dolor y su activación viene condicionada por el objeto que origina la experiencia empática.
Diferentes investigaciones demuestran que las áreas implicadas en el componente afectivo se ven activadas de forma consistente cuando el dolor es sufrido en primera persona o percibido en tercera persona (Lamm et al., 2011; Zaki et al., 2016). Específicamente, se ha comprobado la activación del córtex cingular anterior, implicado en la formación de la reacción emocional al dolor en situaciones tanto físicas como sociales; y de la ínsula, que funciona como puente entre los estados visceromotores del individuo y las experiencias sensibles que experimenta conscientemente, cumpliendo un rol importante en la confección de la experiencia consciente del dolor, la ira, el miedo, el asco, la felicidad y la tristeza.
La ínsula no sólo evalúa las señales procedentes de los sistemas visceromotores, sino que además “constituye un centro de integración visceromotora cuya activación provoca la transformación de los inputs sensoriales en reacciones viscerales” (Rizzolatti y Sinigaglia, 2006: 181), habiéndose evidenciado que su estimulación incita una serie de movimientos corporales y respuestas viscerales –aceleración cardíaca, dilatación pupilar, náuseas, etc.– de carácter fisiológico (Keysers, 2011). Lo que plantea la posibilidad de que los estados afectivos percibidos en otras personas produzcan en el observador experiencias afectivas de marcada resonancia corporal.
Los estímulos audiovisuales que informan de una expresión afectiva ajena “activan un mecanismo espejo autónomo y específico, capaz de codificarlas inmediatamente en sus correspondientes formatos emotivos” (Rizzolatti y Sinigaglia, 2006: 181). La aparente existencia de neuronas espejo en la ínsula implica una conexión directa entre esta área cerebral y las áreas visuo-sonoras, resultando por tanto sensible a las expresiones de dolor de otras personas (Keysers, 2011). Especialmente a sus expresiones faciales (Botvinick et al., 2005), pero también a las flexiones reflejas nociceptivas o la adopción de una postura vigilante, y al conjunto de expresiones vocales habituales, como lloros, gemidos, quejidos y peticiones de auxilio (Prkachin et al., 2015: 54-55).
Por otro lado, la simulación motora interna de la expresión corporal observada también puede inducir una simulación afectiva indirecta en el observador (Iacoboni, 2012: 122). Si bien esta retroalimentación facial no es necesaria para la imitación afectiva supone un refuerzo importante en la experiencia, como demuestran las dificultades que pacientes aquejados del ‘síndrome de Moebius’ (Cole, 2001) y participantes sujetos a limitaciones expresivas (Niedenthal et al., 2005) presentan para detectar las emociones expresadas corporalmente por otras personas. Como expone Iacoboni (2012: 114), “la imitación realmente precede y ayuda al reconocimiento. […] Sólo después de sentir estas emociones internamente podemos reconocerlas de manera explícita”.
Ello convierte el sistema de neuronas espejo en una suerte de ‘detector de mentiras’ respecto a las expresiones ajenas: al contrastarlas con lo que el individuo conoce corporalmente, erigen determinadas sensaciones susceptibles de ser evaluadas en cuanto a su sinceridad intencional (Keysers, 2011). Un fenómeno no exento de consecuencias para el estudio de la recepción fílmica, sin duda implicado en los juicios que los espectadores emiten sobre la credibilidad de las actuaciones fílmicas. En este sentido, serán las expresiones tenidas por sinceras las que desencadenen efectos más drásticos.
Desde el punto de vista experiencial, la observación de expresiones inequívocas de dolor en otras personas desencadena en el espectador una sensación generalizada de malestar o aflicción (Lamm y Majdandžić, 2015), identificada habitualmente con el término “sufrimiento” (Prkachin et al., 2015: 54). A ello se suman las sensaciones inducidas por la imitación motora de las expresiones observadas, que en los casos más evidentes –flexiones reflejas– pueden tener una papel destacado sobre la experiencia resultante. Y las sensaciones provocadas por la tendencia de acción o urgencia a intervenir en la reducción del dolor ajeno que la situación origina (Zaki et al., 2016: 2). Por otro lado, si bien diferentes a las activadas cuando se experimenta el dolor en primera o tercera persona (región posterior), la anticipación del dolor también activa determinadas regiones de la ínsula (región anterior), participando en la suscitación de estados de excitación y ansiedad ante el dolor previsto (Singer et al., 2004: 1.160).
En cuanto al componente sensible del dolor, diferentes estudios concluyen que las cortezas somatosensoriales (S1 y S2) también se ven activadas en los casos en que “la empatía es incitada por indicios visuales fuertes que representan situaciones que implican la manipulación somatosensorial explícita de partes del cuerpo” (Lamm et al., 2011: 2.499). El sistema somatosensorial se encarga de organizar las sensaciones procedentes del propio cuerpo a partir de un sistema de receptores extendidos por todo el organismo (piel, músculos, articulaciones, huesos, órganos, etc.) que procesa información relacionada con el tacto, la temperatura, la posición, el estado homeostático y el daño (Keysers, 2011). En lo que al dolor respecta, el sistema somatosensorial cristaliza el componente sensorial de dichas experiencias, permitiendo al individuo percibir la localización, duración, intensidad y las cualidades (ardor, punzamiento, presión, etc.) de la experiencia (Prkachin et al., 2015: 54).
Las neuronas espejo del córtex somatosensorial reciben señales directas de las áreas de procesamiento visual y sonoro del cerebro. Dada esta limitación, el sistema se activa esencialmente ante aquellos fenómenos relacionados con la percepción de los estímulos de carácter cutáneo (Lamm, Decety, y Singer, 2011: 2.499). Según Freedberg y Gallese (2007: 201), los estudios sobre el dolor empático “proporcionan el sustrato neuronal para la empatía somática en respuesta a representaciones de figuras que tocan o dañan a otros” en el arte, como en la serie de grabados Los desastres de la guerra, de Goya, o La incredulidad de Santo Tomás, de Caravaggio, donde se observa a Santo Tomás metiendo, literalmente, el dedo en la llaga de Jesús.
En lo que al cine respecta, son múltiples las películas que durante las últimas décadas han explotado dicho mecanismo con el fin de inducir sensaciones somáticas. Anticristo (Antichrist, Lars von Trier, 2009), por ejemplo, explora paroxísticamente las relaciones de poder entre una pareja de amantes –Charlotte Gainsbourg y Willem Dafoe– inmersa en un círculo vicioso de intercambio de gestos violentos. La espiral de abusos en la que se ven sumergidos llega a su estado climático cuando, tras una intensa ronda de masturbaciones, ella sesga su propio clítoris con una tijeras oxidadas. La imagen viene acompañada de las posteriores expresiones de dolor del personaje, susceptibles de provocar un estado de empatía afectiva con su sufrimiento. Pero el corte se presenta bajo unas condiciones de visibilidad que favorecen la provocación de efectos somáticos sobre el espectador, en ese punto hipnotizado por el complejo entramado psicológico de la historia.
La visión del corte en un primerísimo plano, que permite apreciar tanto el tajo como la herida que infringe, provoca en el espectador una desagradable sensación física de lenta cercenación en la zona central de su cuerpo, que a pesar de no ser objeto directo de ningún estímulo dañino le lleva a flexionarse instintivamente sobre su torso a modo de protección. De este modo, el director no sólo consigue hacernos físicamente partícipes de la violencia desplegada en el relato, convirtiendo el visionado en una experiencia compleja en la que masoquismo y fascinación se entretejen; sino también a ofrecernos una aproximación a los tormentos a los que estructuralmente se han visto sometidas a lo largo de la historia esas “brujas” evocadas en los estudios académicos de la protagonista, invocadas en el epílogo del filme.
Obviamente, la sensación somática producida por el dolor empático está menos localizada y resulta marcadamente menos intensa que la del sujeto que la experimenta (Lamm et al., 2011: 2.499). Sólo un sector limitado de la corteza somatosensorial secundaria es compartido por las experiencias en primera y tercera persona, por lo que la empatía implica una actividad neuronal significativamente menor. En muchas ocasiones la activación es tan baja que la simulación pasa desapercibida para el observador, quedando en un sustrato soterrado de su conciencia.
Pero en otras ocasiones puede aflorar, viéndose su intensidad condicionada por factores como la visibilidad y duración del estímulo audiovisual, que compite con otros materiales por la atención del espectador. El ejemplo de Anticristo resulta revelador en este sentido: la imagen del gesto lesivo se presenta en un primerísimo plano que permite observar tanto el corte como la herida que produce, respetando su duración; las imágenes previas anticipaban la posibilidad del gesto, focalizando la atención del espectador; y las imágenes posteriores se centran en sus consecuencias afectivas, matizando una sensación somática que continúa reverberando en el cuerpo del espectador.
En caso de no cumplirse estas condiciones la experiencia se vería aligerada de su componente somático, como bien demuestra una escena de Promesas del Este (Eastern Promises, David Cronenberg, 2007) donde el protagonista –Viggo Mortensen– se ve atacado en una sauna por dos sicarios. Puesta en escena con vocación coreográfica, la reyerta resulta contagiosa desde el punto de vista de las sensaciones motoras y afectivas, dada la intensidad de las acciones y reacciones de los personajes. Pero a pesar de infringirse diversos cortes dolorosos durante su desarrollo, la puesta en escena organiza las reacciones somáticas del espectador para insertarlas en la estructura emocional general de la escena. De los tajos recibidos por el protagonista se omiten el componente somático: el primer corte en el pecho dura 10 fotogramas y el ritmo de la acción lanza inmediatamente al espectador sobre el siguiente gesto, del segundo corte la perspectiva del plano sólo permite observar su reacción expresiva (imagen 1 en la página siguiente).
En cambio, cuando las heridas se producen sobre los adversarios, la puesta en escena invita a que el espectador empatice somáticamente con su dolor mediante perspectivas más cercanas y prolongadas de las acciones (imagen 2). Insertadas en el marco narrativo de la escena, estas sensaciones somáticas llevan a una experiencia general estructurada con precisión: el espectador es invitado a alinearse con la situación de vulnerabilidad y desesperación del protagonista, sin compartir somáticamente su dolor; en cambio se ve expuesto al dolor de sus adversarios, pero estas sensaciones vienen a puntuar los diferentes puntos climáticos de los micropasajes de suspense en los que se organiza la secuencia, complementando –y complejizando– su gratificación.
Imagen 1.
Imagen 2.
Las sensaciones somáticas no se limitan a los casos de contacto cutáneo. La observación de gestos corporales acentuados en otras personas, como la extensión forzada de una extremidad o una torsión drástica del torso, también puede activar las neuronas espejo del sistema somatosensorial, al resultar palpable la aguda tensión muscular implicada en la acción.
Es el caso de la famosa escena de Strangers on a Train (Extraños en un tren, Alfred Hitchcock, 1951) donde Bruno intenta desesperadamente alcanzar un mechero a través de la ranura de una alcantarilla. La percepción directa del gesto corporal del personaje, que estira su brazo hasta límites tensionales que rozan lo lesivo, así como las expresiones de dolor y exasperación que adoptan sus facciones, inducen en el espectador una experiencia similar a la del personaje tanto en lo afectivo (desagrado, sufrimiento) como en lo sensible (cierta sensación de dolor por desgarro continuado en sus extremidades superiores). Una implicación corporal de valencia coherente con la experiencia emocional propuesta por la escena desde el punto de vista narrativo, a lo largo de la cual el espectador anhela intensamente que el personaje no tenga éxito en su cometido, dado que pretende usar el mechero para incriminar al personaje simpático de la trama.
A diferencia de la empatía estrictamente afectiva con el dolor ajeno, susceptible de movilizar el sistema motor instaurando el deseo de intervenir en la situación ajena, la empatía somática puede conllevar reacciones motoras reflejas de evitación del dolor propio. Dado que el dolor ajeno es sentido en ocasiones de forma localizada en el propio cuerpo del observador, la empatía somática puede provocarle una sensación de urgencia a evitar dicho estímulo, desencadenando las reacciones –y sensaciones– motoras consecuentes. En ocasiones esta tendencia puede materializarse en forma de una desviación de la atención de la escena que produce el dolor empático, que en el caso de la fruición audiovisual implica toda una batería de gestos como apartar la mirada o taparse los oídos. En otras ocasiones esta tendencia se desencadena en forma de gesto reflejo defensivo, lo que implica apartar o proteger instintivamente una parte del cuerpo homóloga a la que se observa en peligro (Goubert et al., 2013).
Esta respuesta refleja explica la ligera flexión del torso que muchos espectadores esbozan ante la escena descrita de Anticristo. Pero también puede ser manipulada por los cineastas para enfatizar la sensación somática que la origina, como ocurre en una escena de Cisne negro (Black Swan, Darren Aronofsky, 2010) donde la protagonista –Natalie Portman– se arranca una lámina de piel de un dedo. Encerrada en un lavabo público, el personaje se percata de una pequeña herida y comienza a estirar el pellejo hacia atrás, desgarrándose la piel ante nuestros ojos.
El planteamiento formal de la escena favorece la empatía somática: el gesto es visible, se presenta en toda su duración, se ha anticipado en las imágenes previas y resuena en las posteriores. Pero su lento devenir produce un intenso efecto que trasciende la mera sensación de desgarro cutáneo. El espectador reacciona al estímulo moviendo la mano, un gesto reflejo que de ser víctima directa del estímulo dañino le permitiría evitar el dolor. Pero la escena continúa desarrollándose, quedando apresado entre el dolor que la imagen incita y la frustración que su ineluctabilidad provoca. Sensaciones parejas que, al retroalimentarse, intensifican la experiencia global de la escena.
Las neuronas espejo no requieren necesariamente estímulos visuales, habiéndose demostrado que la audición o la lectura de sentencias de acción también activan áreas implicadas en la empatía con el dolor, concretamente aquellas relacionadas con “la predicción y comprensión del resultado de las situaciones mostradas” (Lamm et al., 2011: 2.499). Maria Alessandra Umiltà et al. (2001: 155) han demostrado que un subconjunto de neuronas espejo se disparan igualmente cuando la parte final de la acción se oculta y su resultado sólo se puede imaginar, lo que implica que “incluso cuando un objeto, el objetivo de la acción, no es visible, un individuo todavía es capaz de entender qué acción está realizando otro individuo”.
Este fenómeno resulta interesante desde el punto de vista de la recepción cinematográfica, al menos por dos razones. Primero, porque el espectador cinematográfico puede encontrar en la actividad imaginativa un mecanismo complementario de intensificación de la experiencia: prestar atención a nuestra respuesta corporal ante la actividad observada puede conllevar un aumento de la experiencia empática asociada. Segundo, porque advierte sobre la posibilidad de inducir experiencias empáticas en el espectador sin necesidad de mostrar completamente el evento desencadenante. En este sentido, una película puede instar al espectador a imaginar el final de un evento presentando su desarrollo pero ocultando su conclusión, y aun así inducir sensaciones de empatía afectiva e incluso somática en sus espectadores.
En ocasiones las narraciones audiovisuales pueden avanzar un escenario tan inequívoco que la omisión del gesto dañino en sí mismo no evita que el espectador imagine la escena con todo lujo de detalles audiovisuales, susceptibles de activar las áreas implicadas en la empatía somática. Es el caso del prólogo de Trapecio (Trapeze, Carol Reed, 1956), donde asistimos a la funesta caída de un trapecista durante una actuación circense. La escena omite el instante mismo del impacto contra el suelo mostrando un breve plano general del público conmocionado. Pero la imagen previa, un plano cenital de la caída en picado del trapecista –que primero rebota sobre la red de seguridad, luego sale despedido de forma descontrolada al chocar contra su borde, y finalmente se precipita contra el suelo–, implica con tal intensidad física al espectador en las contorsiones corporales del personaje que el choque final, acentuado por el sonido del impacto, es imaginado con suficiente viveza para tener consecuencias somáticas.
American History X (Tony Kaye, 1998) tampoco muestra con todo lujo de detalles una de sus escenas más brutales, en la que el neonazi protagonista –Edward Norton– aplasta sin compasión con su pie la cabeza de un joven afroamericano al que había obligado a morder el bordillo de la calle. La narración privilegia el acto del protagonista sobre su efecto, pero la distancia prudencial mantenida no evita que el espectador sienta el golpe con todo su espesor somático. Primero, porque el sonido facilita la evocación imaginaria de la cruda imagen.
En segundo lugar, una serie de primeros planos previos de la víctima dentellando el canto de la acera han invitado a alinearnos empáticamente con él: la tensión observada en su mandíbula, el contacto de sus labios con el suelo y el modo en que sus dientes arañan el cemento resultan estímulos visuales poderosos, capaces de inducir sensaciones somáticas similares en la boca del espectador, anticipando la sensación por venir (imagen 3). Finalmente, la arquitectura de la escena proyecta experiencialmente al espectador de la acción del verdugo a las consecuencias sobre su víctima, merced a la causalidad inexorable de los eventos previos y la contagiosa intensidad motora del gesto ejecutado: el espectador acompaña la patada con todo el cuerpo, por empatía motora, y se ve obligado a enfrentarse a un desenlace que, a pesar de su opacidad, imagina y experimenta con viveza (imagen 4).
Imágenes 3 y 4.
La intensidad de la experiencia empática está condicionada por diversos factores cognitivos y contextuales (Goubert et al., 2011; Prkachin et al., 2015). Un factor decisivo es el bagaje experiencial del observador. Tanto en la empatía afectiva como somática las experiencias personales previas con una situación dolorosa similar a la percibida conllevan una mayor intensidad de la respuesta empática (Jackson et al., 2006). Esta influencia se ha visto confirmada por el hallazgo de que los pacientes con una insensibilidad congénita al dolor subestiman drásticamente el dolor que observan en escenas que representan eventos dolorosos (Danziger et. al., 2006).
Cada instanciación de un proceso de espejeo, apunta Gallese (2008: 771), “es siempre un proceso en el que el comportamiento de los demás es metabolizado por y filtrado a través de las experiencias, capacidades y actitudes mentales pasadas idiosincráticas del observador”. En este sentido, Keysers (2011: 215) indica que “lo que el sistema de [neuronas] espejo realmente hace no es tanto imitar el estado neuronal de quien observamos como traducir y reinterpretar lo que vemos al lenguaje de lo que habríamos hecho o sentido en esa situación”, entendiendo por “lenguaje” la codificación neurofisiológica concreta de los movimientos observados e imitados. El cuerpo del espectador no refleja el fenómeno observado, sino que lo traduce a recuerdos neuronales individual y culturalmente específicos.
Los cineastas no pueden predecir la historia experiencial de cada uno de sus espectadores, pero pueden especular sobre el grado de universalidad de las experiencias dolorosas que ponen en escena, proponiendo imágenes dramáticas de situaciones dolorosas más o menos comunes. En este sentido, se espera que las imágenes donde se presentan cortes, punzamientos, aplastamientos o desgarros cutáneos extremos provoquen efectos de empatía somática más agudos que imágenes donde se observa un brutal impacto de bala. Aun cuando el dolor del impacto y la posterior hemorragia provocada por la herida puedan resultar en la vida real mucho más intensos, pocos espectadores cuentan con experiencias previas que les permitan reconstruir empáticamente dicha situación, mientras que prácticamente todos han sufrido algún tipo de estímulo como los arriba mencionados, cuanto menos leve, a partir del cual construir la experiencia empática.
Reservoir Dogs (Quentin Tarantino, 1992) ofrece un ejemplo ilustrativo del efecto de las experiencias previas sobre la empatía corporal. La película se centra en las horas posteriores al atraco frustrado a un banco, durante las cuales los supervivientes de la banda se reúnen progresivamente en el lugar de encuentro convenido. El policía infiltrado protagonista llega a la guarida con una desgarradora perforación abdominal, y durante buena parte del metraje asistimos a sus expresiones de dolor y los desesperados gestos por los que intenta detener una hemorragia que nunca cesa de ensangrentar todo lo que le rodea. La imagen del personaje en agonía resulta desasosegante para el espectador, que empatiza afectiva y por momentos somáticamente con él.
Pero no es la imagen más dolorosa de la película: una escena puntual en la que uno de los miembros de la banda le corta la oreja con una cuchilla a un policía resulta mucho más dolorosa. Aunque la narración desvía la mirada instantes antes del corte, las imágenes previas han instaurado una recreación y trayectoria tan vigorosa de los eventos en la mente del espectador, que éste no puede evitar sentir el corte en sus propias carnes. La escena se enmarca en un contexto situacional más lacerante, viéndose amplificada la experiencia empática por toda una serie de emociones narrativas: repugnancia hacia el sadismo demostrado por el atracador, impotencia por la situación cautiva del policía e incluso angustia por el dolor anticipado. Pero en lo que a la sensación empática se refiere, cabe especular que buena parte de la asimetría entre ambas situaciones se origina por la igual asimetría de las experiencias previas de los espectadores, mucho más habituados a sufrir cortes en una zona sensible de su cuerpo, si bien de orden más leve, que disparos en sus entrañas.
La evaluación cognitiva –aunque inconsciente– del objeto que recibe el estímulo tenido por doloroso también tiene consecuencias sobre la empatía. Concretamente, las sensaciones somáticas no sólo se pueden inducir al observar fenómenos cutáneos dolorosos en otras personas o seres vivos, sino también cuando estos se ejercen sobre objetos. Según Keysers (2011: 122), las neuronas espejo pueden explicar por qué en ocasiones esbozamos una mueca de dolor cuando percibimos que nuestro coche se está arañando contra una columna del parking o cuando los engranajes de la caja de cambio chirrían por haber introducido mal una marcha.
La experiencia somática no está determinada exclusivamente por la actividad en las cortezas somatosensoriales, sino que también está mediada por otras regiones cerebrales como la corteza prefrontal, que evalúan la situación en la que esta experiencia somática se ha producido. Así, por ejemplo, si bien la corteza somatosensorial se activa siempre ante la sensación cálida y sedosa del contacto con una piel animal, la reacción es muy diferente cuando dicha sensación es producida por el contacto táctil con una mascota o una rata callejera. Una misma actividad somatosensorial puede conducir a sentimientos muy diferentes según el contexto, concluyendo Keysers (2011: 124) que “nuestra relativa falta de empatía con los objetos, a diferencia de las personas, no tiene tanto que ver con la ausencia de reflejo en las áreas somatosensoriales, sino en una reevaluación activa de ese reflejo”.
A pesar de su carácter cognitivo el proceso evaluativo se produce a bajo nivel, a partir de la información que el espectador percibe y no tanto en función de lo que sabe sobre la situación que se le presenta. Del mismo modo que ante un buen espectáculo de ventriloquía se percibe una asociación entre la voz del ventrílocuo y el movimiento de la boca del muñeco aun a sabiendas de que es el primero el que emite los sonidos (Pavani et al., 2000), el espectador cinematográfico percibe y siente el daño al que se está sometiendo otro cuerpo en una diégesis a pesar de saber que en la realidad dicho cuerpo no sufre ningún daño. El famoso corte del globo ocular en Un perro andaluz (Un Chien Andalou, Luis Buñuel, 1929) duele a cada visionado, a pesar de que por todos es sabido que el director usó el ojo de un ternero muerto para rodar la escena.
Incluso en los casos de empatía somática el espectador evalúa el posible dolor sufrido por el objeto agredido a partir de la información percibida. Talladega Nights: The Ballad of Ricky Bobby (Adam McKay, 2006) juega cómicamente con este proceso durante una escena en la que su protagonista, un corredor de NASCAR, cree haberse quedado paralítico tras un accidente. Internado en el hospital, sentado sobre una silla de ruedas, discute con dos amigos sobre su situación. En el fragor del debate, con el objeto de demostrar la insensibilidad de sus extremidades inferiores, el protagonista se clava un cuchillo que tiene a mano en la pierna izquierda, desencadenando una interesante serie de reacciones empáticas en el espectador.
Dado que la puñalada resulta audiovisualmente palpable, en un primer momento el espectador empatiza somáticamente con el dolor que el personaje debería sentir, recibiendo la acción como una abrupta sensación de punzamiento corporal. La sensación, inicialmente intensa, se ve drásticamente atenuada cuando el espectador percibe la impasibilidad posterior del personaje, volviendo a imperar durante unos segundos la calma en la escena y en el cuerpo del espectador, donde tan sólo queda el coleteo de la sensación previa. Pero inmediatamente el protagonista rompe a gritar y gesticular, volviendo a suscitarse en el espectador una marcada sensación de dolor que no solo implica un componente afectivo, desencadenado esencialmente por sus expresiones de dolor, sino también un significativo componente somático, recuperado tras una nueva reevaluación de la situación. Mediante esta estrategia la narración recrea somáticamente el ritmo del gag planteado, intensificando la experiencia completa de la escena.
Finalmente, un tercer factor que interviene significativamente sobre la empatía con el dolor ajeno es la valencia e intensidad de la vinculación afectiva con la persona afectada (Goubert et al., 2011). Diferentes investigaciones demuestran que existe una correlación entre la cercanía relacional con el sujeto sufriente y el grado de la respuesta empática frente a su dolor (Cheng et al., 2010). Lo que explica no sólo el hecho de que la empatía resulte más intensa en los casos en que la persona afectada es un familiar, sino que ésta pueda estar condicionada por cuestiones raciales, resultando la activación más alta a mayor cercanía social con personas de la etnia del sujeto con el que se empatiza (Cao et al., 2015).
Aunque el espectador no mantenga vínculos familiares con los personajes ficcionales, establece a lo largo de la narración –y a lo largo de diversas narraciones con el mismo personaje o actor– una vinculación afectiva con estos. Se trata de proceso complejo y multidimensional que habitualmente se define con el término simpatía (Aertsen, 2017), y que en buena medida determina la implicación emocional del espectador con la narración. Por ello, cabe especular que a mayor simpatía con un personaje mayor será la intensidad de la reacción empática al percibirlo en una situación dolorosa. Empatía que retroalimentará la simpatía sentida por el personaje por la vía de la compasión.
4. Conclusiones
Vitorio Gallese, uno de los descubridores de las neuronas espejo, planteaba hace una década junto al historiador del arte David Freedberg la necesidad de “desafiar la primacía de la cognición en las respuestas al arte”, proponiendo en contraposición que “un elemento crucial de la respuesta estética consiste en la activación de mecanismos corporalizados que abarcan la simulación de acciones, emociones y sensaciones corporales” (Freedberg y Gallese, 2007: 197). En esta línea, a lo largo del presente artículo se han expuesto algunos de los mecanismos psicofísicos y condicionantes formales por los que las narraciones cinematográficas pueden producir sensaciones de dolor en sus espectadores.
A partir de lo propuesto, se puede concluir que los artefactos audiovisuales pueden inducir sensaciones dolorosas tanto por vía directa, presentando estímulos sonoros y visuales cercanos a los umbrales del dolor de cada sentido, como empática, presentando contenidos donde un personaje se ve afectado por una acción lesiva. En este sentido, el espectador puede empatizar afectivamente con las expresiones corporales del personaje herido, provocándole la imagen una desagradable sensación de sufrimiento generalizado y una urgencia por actuar en su auxilio, en sí susceptible de erigir sensaciones de frustración y desasosiego por su incapacidad de intervenir efectivamente en la escena. Pero también puede replicar tenuemente las sensaciones somáticas por las que pasa el personaje cuando se le presentan imágenes de un cuerpo siendo herido.
Esta sensación de dolor en tercera persona, si bien marcadamente menos intensa y más difusa que la sentida en primera persona, presenta unas cualidades (aplastamiento, torsión, punción, desgarro) y una localización corporal similar a las de las sentidas por la víctima, lo que en ocasiones conlleva una urgencia motora a la evitación del estímulo dañino. Si bien la intensidad de la sensación resultante viene condicionada por la viveza de su presentación, la imaginación del espectador también participa en su construcción, pudiendo una acción visualmente omitida producir un efecto significativo en los casos en que las imágenes previas, paralelas y posteriores favorezcan su recreación mental. Por otro lado, la intensidad y similitud de la sensación empática está condicionada por factores cognitivos como las experiencias previas del espectador y el contexto perceptivo en el que se insertan, así como por el grado de vinculación afectiva entre espectador y personaje. Factores todos ellos que los cineastas no pueden controlar, pero sí modular mediante la narración.
5. Trabajos citados
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Para citar este artículo:
Aertsen, V. (2017): ‘Hay películas que duelen: las sensaciones de dolor en el cine desde una perspectiva cognitiva’, en index.comunicación, 7(1), 243-268.
[1][01] Si bien el psicoanálisis sería la escuela epistemológica en interesarse por la dimensión afectiva de la experiencia fílmica, su legado resulta pobre y simplista. En primer lugar porque se sostiene sobre una idea vaga de la identificación del espectador con el protagonista y la cámara, que la teoría cognitiva se ocuparía de complejizar (Smith, 1995; Plantinga y Smith, 1999). Y en segundo lugar porque se centra fundamentalmente en nociones generales de placer y deseo, ofreciendo por ello “un conjunto de análisis cortados por el mismo patrón que saca a la luz invariablemente el origen libidinal de las emociones [y sensaciones] fílmicas, pero que no repara en la fisionomía y vibración singular que estas adquieren en cada caso” (Zumalde, 2011: 80).