index.comunicación | nº 8(1) 2018 | Páginas 179-195
E-ISSN: 2174-1859 | ISSN: 2444-3239 | Depósito Legal: M-19965-2015
Recibido el 22_04_2018 | Aceptado el 08_06_2018

La resemantización TIC de la cultura humanista

The ICT resemantization of the humanist culture

José Antonio Marín-Casanova
| jamarin@us.es |
Universidad de Sevilla

Resumen: Este trabajo ensaya una reflexión hermenéutica sobre la repercusión del fenómeno TIC en la noción de «cultura», en su resignificación de lo que hoy supone ser persona «educada». En particular, se muestran las razones por las que el modelo de educación elevada, ligado secularmente al proyecto moderno del humanismo, se ha tornado inoperativo. El objetivo es, más bien, asumir que las TIC constituyen el factum de nuestro tiempo y precisamente por estar modificando los criterios de legibilidad de lo humano. Así, se problematizan las consecuencias de la inversión de la relación medio/fin obsecuente a la globalización de las TIC. Semejante hecho ya no consiente la lectura del humano como sujeto y de la técnica como instrumento a su disposición axiológica, lo cual exige imperativamente revisar las categorías del humanismo. Se concluye reparando en la correspondencia entre el hecho neotecnológico y el «hombre masa», cuya indiferencia hacia lo «culto» desplaza la vieja contraposición «humanista» culto/bárbaro por la de culto/especializado. Y, frente a la cultura de masas o cooltura como neobarbarie de la especialización, se propone redefinir al individuo culto como especialista casi en sentido cinematográfico, como «doble», especialista en generalidades, que sabe devolver todo discurso presuntamente necesario, único, a su genuina contingencia. Palabras clave: (era de la) comunicación; cultura; (tecno)sociedad; (tecno)humanismo; masas; TIC.

Abstract: This paper essays a hermeneutical reflection on the repercussion of the ICT phenomenon in the notion of “culture”, which is resignifying what today means to be an “educated” person. In particular, we try to find out the reasons explaining why the elevated education model, linked secularly to the modern project of humanism, has become inoperative. The objective is to understand that ICT are the factum of our time and precisely because they are modifying the criteria of human readability. Thus, the consequences of the inversion of the means-ends relationship inherent to the globalization of ICT are problematized. This fact no longer allows the reading of the human being as a subject and of the technique as an instrument at “his” axiological disposal, which requires reviewing the categories of humanism. It is concluded by noting the correspondence between the neotechnological fact and the “mass-man”, whose indifference to the “cult” displaces the old “humanistic” cult/barbarian opposition to the cult/specialized one. And, in the face of mass culture or coolture as neobarbarism of specialization, it is proposed to redefine the cult human as a specialist almost in a cinematographic sense, as the “double”, specialist in generalities, who knows how to return any allegedly necessary or unique discourse to its genuine contingency. Keywords: (era of) communication; culture; (techno) society; (techno) humanism; masses; ICT.

Para citar este artículo: Marín-Casanova, J. A.(2018). La resemantización TIC de la cultura humanista. index.comunicación, 8(1), 179-195.

 

1. Introducción

Va de suyo que ahora lo que sea ser culto no va de suyo. Si eso fuera de suyo, no nos plantearíamos la cuestión de lo que sea ser culto hoy día. Luego cuestionar qué significa ser culto significa, a su vez, que eso se ha hecho cuestionable. Asimismo, que algo se haga cuestionable en un tiempo comporta que en otro tiempo no lo fue. De modo que la cuestión de ser culto ahora se puede desglosar en tres.

En efecto, en un primer momento, hay que responder a la pregunta sobre qué significaba ser culto antes de que se plantease la pregunta. En un segundo y precipuo momento, hay que responder a la pregunta de qué ha tenido que ocurrir para hacernos semejante pregunta. Y, en un tercer y conclusivo momento, hay que responder a la pregunta propiamente dicha.

Sobre lo primero hay un relativo consenso: consuetudinariamente un Hombre culto (dicho sea en este caso enfatizando el sesgo de género históricamente pertinente) era un hombre de formación humanista. Sobre lo segundo quizá no sea tan fácil alcanzar un consenso, aunque el factum neotecnológico con su inversión de la relación medio/fin quizá se dé como el hecho más innegable a partir del cual hacer girar las interpretaciones, toda vez que el efecto TIC se presenta como la mayor fuente contemporánea de (re)significación cultural. Sobre lo tercero confiamos en que impere el disenso, pues tal vez sea el pluralismo axiológico, la apertura a la disidencia, el valor más característico de la persona culta hoy, la especialista en generalidades —valga el oxímoron—, capaz de desentrañar la patraña de todo pensamiento único, de revertir la modalidad lógica de cualquier discurso pretendidamente «necesario» devolviéndolo a su contingencia originaria, convirtiendo en «sospechoso habitual» a quien se ufane de proclamarse lector de un solo libro.

2. El nexo cultura-humanismo

Tradicionalmente la cultura, como cultivo que por definición es, se ha entendido como cultivo de las humanidades. Aunque no haya sido ni sea infrecuente oír voces que reclaman una atención a las «naturalidades» equiparable a la prestada a las humanidades, de las dos culturas de Snow (2001 [1959]), la humanista y la científica, ha sido la primera en llevarse la palma a la hora de identificar al humano culto. Con independencia de preferir la una sobre la otra o de reivindicar una «tercera cultura», superadora de la entonces errónea dicotomía, el hecho del vínculo humanismo-cultura como tal hecho es reconocido incluso (o reconocido incluso más todavía) por los que han deseado acabar con tal vínculo.

Ahora bien, qué sea eso del humanismo no es algo incontrovertible. En el ámbito de la Filosofía la interpretación de Heidegger en su Brief über den Humanismus del otoño de 1946, dirigida como réplica a Jean Beaufret, ha sido determinante. La carta heideggeriana se inscribe en el contexto de la postguerra cuestionando implícitamente la responsabilidad de la civilización occidental en el conflicto acaecido. Este envío sobre el humanismo ha encontrado un destinatario excepcional en Peter Sloterdijk (1999), quien remite su singular respuesta en Regeln für den Menschenpark.

Ahí Sloterdijk liga el humanismo, desde la humanitas de Cicerón hasta el humanismo moderno, a la comunicación a distancia que funda amistades mediante la escritura, a una remisión de objetos postales que llamamos tradición, a una comunidad de experiencia literaria. Los propios estados nacionales modernos representan hasta cierto punto la síntesis de libros y cartas en que consistían las sociedades, de modo que el humanismo burgués era el pleno poder de imponer de modo superlativamente canónico a la juventud los clásicos preceptivos. Se trataba así de declarar la validez universal de las lecturas nacionales y, viceversa, de declarar la validez nacional de las lecturas universales. En ese marco humanista concebida, la persona culta es la que sabe leer y qué leer, o mejor, dicho con la tonalidad moral que se le supone propia, la persona culta es la que tiene conciencia de que hay que leer y de qué hay que leer.

Pues bien, para Sloterdijk, el cual radicaliza el desmarque heideggeriano respecto del humanismo, la época del humanismo moderno parece hoy definitivamente acabada: la era del humanismo moderno como modelo escolar y educativo ha pasado, pues nadie cree aún en la ilusión de que las grandes estructuras político-económicas puedan organizarse ya conforme al modelo amable de las sociedades literarias (de hecho, por otra parte, Negroponte, en 1995, ya había profetizado el final de lo literario en la nueva cultura digital, cuando describió el digital being no como compuesto de átomos, sino de bites). Y el fin del sueño de una telecomunicación fundadora de amistades por escrito, de una solidaridad predestinada entre los pocos que saben leer, lo asocia explícitamente ese sagaz crítico filosófico del humanismo a la tecnología y a la sociedad de masas por ella propiciada.

Con el establecimiento mediático de la cultura de masas desde 1918 con la radio y desde 1945 con la televisión y más aún con las últimas revoluciones de las redes informáticas, la instauración de la coexistencia humana, la domesticación de Sapiens, tiene a su base nuevos fundamentos, neotecnológicos, así pues, no literarios y postales o humanísticos, sino postliterarios y postepistolográficos o posthumanísticos: la síntesis social ya no es cuestión de libros y cartas. Ahora bien —avancemos a modo de prolepsis— que el humanismo que entra en crisis hoy no es el humanismo toto coelo, aunque sí sea el humanismo por antonomasia, ése al que se refería Heidegger en su referida epístola. Es el sujeto moderno, el que considera a la técnica como medio al servicio de su puesto privilegiado y central dentro del conjunto de la realidad universal, el que ya no es reconocible en nuestro tiempo.

No será del todo el caso de ese otro humanismo que se conoce como «humanismo retórico» (Grassi, 1992) en lo que, por otro lado, tiene de convergente con el humanismo de Ferdinand Canning Scott Schiller tal y como William James lo asumió y fundió con el pragmatismo, en tanto que «teoría de la verdad» consistente en que no cabe extirpar la contribución humana en nada de lo que digamos de la realidad, pues en un mundo que es plástico y donde nuestras verdades son productos de elaboración humana, «humanizar» no es más que encajar, asimilar o adaptar, incluir, en definitiva, lo que adviene en la masa ya humanizada (James, 1995: 100).

Y es que a este «otro humanismo» inclusivo o integrador podemos considerarlo de suyo como toda una respuesta, o «apocrisis» avant la lettre, a la crisis del humanismo aquí destacada. Es más, todavía se podrá hablar del individuo culto como «humanista», siempre y cuando, a diferencia del humanismo que parte de la ideal dignidad cósmica (metafísica) del hombre, «especie elegida» como imago Dei (ya desde Génesis I, 26), se parta, como nuestros humanistas hispanos Francisco Sánchez o Pérez de la Oliva, de la real «indignidad» humana, esto es, de un ser humano emplazado en una naturaleza ni hecha por él ni tampoco para él. La supremacía zoológica de Sapiens no es ab origine, sino una «conquista», la cual es tan contingente y ateleológica como cualquier otro logro evolutivo y que, por tanto, no supone ninguna dignidad capital ontológica o centralidad axiológica para la especie.

3. El efecto resignificador de las TIC sobre la cultura humanista

La deshumanización de la técnica en el doble sentido del genitivo (objetivo: la técnica deshumanizada; subjetivo: la técnica deshumanizadora) rompe el nexo humanismo-cultura. Si el humanismo queda superado no ya ideológica, sino —lo que es más grave— epocalmente, la cultura entonces no puede asentarse sobre bases humanistas, la persona educada ya no puede sustentarse en un humanismo ya no sustentable, en un humanismo insostenible. Y es que —éste seguramente sea el dato contemporáneo más relevante— la técnica está convirtiéndose de medio en fin. A diferencia de los tiempos modernos en que el humano humanista podía reivindicar su subjetividad y el dominio sobre la instrumentación técnica, definiendo así sus fines, en nuestros tiempos es el medio técnico el que se ha agigantado peraltándose hasta el punto de ir transformándose en un fin, en su propio e hipertrófico fin.

Actualmente nuestro mundo y nosotros mismos —lo que ya vino a advertir José Ortega y Gasset (1997 [1939]: 59), al señalar que los supuestos técnicos de la vida son más graves que los biológicos— sólo somos sostenibles técnicamente: un colapso tecnológico comportaría eo ipso el colapso de nuestra especie. Se ha alcanzado tal grado de dependencia tecnológica que sin la tecnología es inconcebible e imposible la vida en la Tierra. Por eso la técnica de medio ha pasado a fin, no porque la técnica se proponga algo, alguna finalidad, sino porque exponencialmente todo lo que se propone Sapiens, todos los objetivos y fines suyos no parecen alcanzarse sino merced a la mediación tecnológica[1].

El lazo humanismo-cultura podía valer acaso en el mundo de antaño cuando la tecnología era un potencial medio que se actualizaba intramuros, cuando la ciudad era un enclave en el interior de la naturaleza, cuya incuestionable ley gobernaba por entero la vida de Sapiens. Pero hoy es la ciudad la que extiende sus límites hasta los confines de la Tierra y la naturaleza se reduce a ser enclave suyo. La naturaleza queda como recinto dentro de los muros ya virtuales de la ciudad global, teleurbe cuyos cimientos se encuentran fuera de la Tierra, en los satélites que la orbitan. Y cuando la Tierra se hace funcional a la tecnología ese lazo se deshace definitivamente.

Tan es así que las tecnologías de la información y la comunicación no se presentan tanto como el resultado de la experiencia cuanto como su factor. No es la experiencia la que, reiterada, posibilita las TIC, sino antes al revés: las TIC se reiteran como el horizonte en el que se abre cualquier otro horizonte de experiencia. Hoy son condición última de toda experiencia, de modo que ya no es el Hombre sujeto de la historia, sino, antes al contrario, el «sistema técnico», la misma tecnología, la cual, emancipada de la condición de mero instrumento, dispone más bien de la naturaleza como su fondo y del hombre como, dada su hipervinculación a ella, su funcionario. Y esto obliga (interpretando a discreción el bastante heideggeriano esquema del megaterio tipográfico de Galimberti, 1999) a revisar los escenarios históricos de la cultura humanista moderna y sus categorías, los valores del Humanismo, que ahora van resultando resignificados por el efecto de las TIC.

Comprobemos la resemantización de esos escenarios del Hombre de educación humanista (la razón, la verdad, la ideología, la política, la ética y la religión, la naturaleza, y la misma historia), uno a uno, aunque con la brevedad debida:

La razón ya no es el orden inmutable del cosmos que primero la mitología, luego la filosofía, y después la ciencia han creído plasmar en sus correspondientes cosmologías. La razón ha pasado a ser instrumento, procedimiento instrumental que garantiza el cálculo más económico entre los medios disponibles y los objetivos perseguidos (Queraltó, 2002: 47-81).

La verdad ya no es conformidad con el orden del cosmos o con la orden de Dios, ahora es eficacia operativa. Cuando no se da un horizonte capaz de garantizar el eterno orden inmutable, pues el propio orden del mundo depende del hacer técnico, entonces la eficacia se convierte en único criterio explícito de verdad.

La ideología, cuya fuerza reposaba en la inmutabilidad de su aurático cuerpo doctrinal, no ha soportado la reducción de las ideas a simples hipótesis de trabajo. La técnica hodierna piensa sus propias hipótesis como superables por principio, sus errores, al ser incorporados, antes que a debilitarla, vienen a reforzarla.

La política ya casi no asigna a las técnicas su finalidad, su objeto clásico, casi no decide qué tecnología emplear, sino que cada vez más va sucediendo al revés: es la misma política la que va siendo dirigida tecnológicamente, pues ya apenas puede controlar el desarrollo técnico, ni mucho menos enderezarlo.

La ética va rindiendo su imperativo ante el imperativo de la técnica, que en su forma más categórica nos dice que todo lo que se puede hacer se debe hacer, de manera que al limitarse el obrar al hacer, a lo que en la cultura tecnológica se llama el button pushing, la neotecnología viene a privar a la ética del principio de la responsabilidad personal. Allí donde el significado de «bien» no viene a ser otra cosa que «funcional al aparato», y el bien supremo viene a coincidir con la utilizabilidad total, lo ético se reduce al puro control y autocontrol de la funcionalidad. El operario entonces sólo es responsable de la modalidad de su trabajo y no de su finalidad. Así es la ética profesional.

La naturaleza, al pasar de phýsis a física, al dejar de entenderse como originario brote espontáneo del ser orgánico, que deviene repitiéndose eternamente, para convertirse en espacio de dominio matemático o control mecánico anticipado, ve invertida su relación con la técnica. Si otrora la naturaleza era el límite vertical que la técnica no podía traspasar, un horizonte de necesidad insuperable, muro irrebasable donde rebotaba toda acción ora de la praxis ético-política ora de la poiesis técnica, ahora lo natural es crecientemente prótesis de lo artificial. Ninguna de las tecnologías antiguas podía modificar, salvo de modo parcial, «accidentalmente», la Tierra; las TIC, en cambio, la trascienden por completo, convirtiéndola en depósito de infinita manipulabilidad, de ilimitada disponibilidad.

La historia, escenario cumbre del humanismo, de la conciencia histórica, la cual había logrado dejar atrás la conciencia natural, al absorber la naturaleza entera en el proyecto intencional de la universal Humanidad, alcanza su fin, no por cumplimiento granado, sino por disolución. No es que se haya llegado a la meta de la historia, sino que la historia se ha quedado sin meta. El tiempo de la tecnología, con sus propias «generaciones» (G1, G2, G3, G4…), ya es ajeno a la Historia universal con superlativa mayúscula, pues no es un tiempo «histórico». Precisamente es la noción (secularizada de la religión) de «cumplimiento», de consecución de un sentido, de éschaton, lo que es disuelto por la técnica, la cual no se mueve por fines, sino por resultados. Con su carácter afinalístico la técnica repele la ordenación de los acontecimientos en una trama progresiva de sentido, la narración del progreso. Las TIC disuelven la historia en el fluir insignificante del tiempo, donde ya no hay progreso cualitativo sino desarrollo cuantitativo. Perdido el perfil de su calidad, la historia no tiene una finalidad, estalla, está ya en su final.

Esta modificación de los escenarios históricos, que a unos gustará más y a otros menos, es integrante del factum de nuestro tiempo, comporta, a su vez, la resemantización de su categorización humanista tradicional. Las TIC con su absolutismo, en el sentido etimológico de la palabra, descentran las nociones de individuo, de identidad, de libertad, de cultura y de alma. Veamos esas categorías correspondientes, también con brevedad, una a una, para destacar cómo la conciencia, pilar del humanismo, que antes pretendía reducir la experiencia a ella (haciéndola homogénea), ahora es ella la que va siendo reducida por la experiencia (siempre heterogénea), constatándose así el tránsito, de la «humanista» reducción a la conciencia, a la «poshumanista» reducción de la conciencia, a la conciencia reducida, el paso a la nueva «quienidad»[2] digital de Sapiens:

El individuo, la categoría occidental que nace con el alma platónica como concentración en uno mismo, como interioridad o integridad que sujeta las fuerzas disolventes de las pasiones del cuerpo, categoría que luego recibe bautismo cristiano, al instaurarse el alma como principio de individualidad, obtiene ahora su previsible certificado de defunción con la homologación de todos los hombres como condición de su existencia. Siendo esa homologación no de facto sin más, sino por principio, corre en paralelo a la desintegración del sistema de valores que hacía posible la individualidad. Ciertamente, no muere Sapiens, el individuo (ni mucho menos el individualismo, Lipovetsky, 1983) que forma parte de la especie y de la sociedad, cuyo género natural y cultural sigue repitiéndose respectivamente, sino ese tipo histórico de Sapiens, que es el Hombre de la Modernidad, a saber, el Sujeto individual, ése que a partir de la conciencia de la propia individualidad se piensa autónomo, independiente y autodeterminado o libre.

El «anonimato tecnológico» hace de cada uno ninguno, nadie, justo como Ulises respondía ante Polifemo cuando el cíclope le preguntó por su nombre. El «anonimato tecnológico» hace de cada uno nada, mè ón, justo como la materia prima aristotélica. En ese espejo se mira Sapiens neotechnologicus y el reflejo sin nombre que le devuelve es el de un «prosumidor». A saber: un productor/consumidor que paralelamente al imperativo de la técnica tiene el deber de producir/consumir todo aquello que se ha consumido/producido. El sujeto —y también el objeto— resultan terminales del ciclo tecnológico que va de la producción al consumo y viceversa. El sujeto —y también el objeto— se disuelven en la contracción del intervalo entre producción y consumo. Del individuo prácticamente queda (es decir, solamente se le termina reconociendo) la mera respuesta funcional a la propia exigencia del aparato.

La identidad, categoría antropológica occidental colindante con la de individualidad, ha ido ligada históricamente al reconocimiento de los demás. Uno era uno mismo, se reconocía a sí mismo, cuando los otros lo reconocían como perteneciente a su grupo, convertido así en «grupo de referencia». Las TIC tienden a difuminar las divisorias grupales (los límites ya no cierran herméticamente al grupo, ni nadie pertenece en exclusiva a un solo grupo de referencia) provocando que la identidad del individuo no se reconozca en sus acciones ni, en consecuencia, por su pertenencia, sino por su función. En la sociedad hipervinculada las acciones del individuo ya no revelan tanto su identidad propia como la propia identidad del aparato técnico que las media. El aparato no sólo prevé o calcula de antemano las acciones, sino que prácticamente codificándolas las prescribe, con lo que la identidad individual de Sapiens hoy se viene a resolver casi sólo en mera funcionalidad.

El humano neotecnológico viene a reducirse a puro apéndice de su destreza, habilidad y competencia, a nuda función maquinal, cuyo objetivo no es el producto, sino el perfecto funcionamiento de la máquina de producción. El ritmo del automatismo dicta el ritmo del servidor del automatismo, con lo que el Hombre (el hombre constituido según los valores del humanismo) se convierte en algo nada o poco humano. Este proceso de identificación, de (des)humanización se llama especialización. Aquí cada vez más se encuentra la identidad, en la especialidad. La otredad que reconoce a la tecnopersona (Echeverría, 2017) no es la de los demás, la de otras personas, sino la del aparato, una otredad antes tecnológica que personal. La técnica es el autor y el hombre, el actor, cuya persona es la máscara (per-sona), que desempeña el rol que lo identifica, el papel que le presta su identidad.

La libertad es otra categoría con la que se ha juzgado al humano que se transforma con las TIC que se despliegan en la sociedad red. Desde luego, la libertad entendida como libertad de elección se ha ampliado, tanto que se puede volver paradójicamente inoperativa, pues tiende a cero cuando los objetos elegibles tienden a infinito (aun cuando, en todo caso, no cabe duda de que la sociedad tecnológicamente avanzada ofrece un espacio de libertad superior al de sociedades poco diferenciadas, donde los vínculos son personales y no objetivos, donde la homogeneidad social reduce la libertad a la dual elementalidad de obedecer o desobedecer).

Las nuevas tecnologías, con su sistemático imperativo de promover todo lo promovible (en su versión más categórica tal imperativo reza así: «todo lo que técnicamente se puede hacer se debe hacer»), crean un sistema continuamente abierto de opciones siempre impersonales: la libertad hoy día no se entiende en términos personales, sino de competencia: hay que ser competente a ultranza. Esas opciones son impersonales, opciones que dificultan otros valores como los comunitarios, pues en la sociedad «enredada» los valores no son, si es que alguna vez de hecho lo han llegado a ser, compatibles entre sí. La sociedad en la era tecnológica se constituye, y ello por primera vez en el devenir de Sapiens, sin necesidad de establecer vínculos de tipo personal. Y es que, dado que las opciones de experiencia son ilimitadas, ya no se puede desarrollar un espacio común de experiencia.

Se escinde radicalmente lo social o público de lo íntimo o privado con la consiguiente desarticulación de la sociedad tradicional, atomizada ahora en masas: producto de masas, consumo de masas, mercado de masas, deporte de masas, espectáculo de masas, medios de masas, cultura de masas y —horribile dictu— terrorismo de masas. Pero las masas no son concentraciones de muchos, sino de soledades, en el sentido de que todos consumimos y recibimos lo mismo, pero en solitario. La masificación no es una cuestión entonces de cantidad, sino que es la cualidad de cantidades de singulares disjuntos.

Exponente máximo de la mediación tecnológica de la experiencia del hombre masa son los mass media[3]. Los medios de masas están modificando nuestro presunto modo de hacer experiencia, toda vez que (la cuestión queda definitivamente despejada ahora) no nos comunican con el mundo, sino con su representación: en la sociedad hipervinculada el contacto con el mundo, la información que de él obtenemos, no es (como siempre antes se había creído) directa, sino mediada por, como su propio nombre indica, los medios, los cuales al codificar nuestra experiencia no sólo nos interpretan lo que sucede, sino que mediante su efecto código inducen así mismo nuestros juicios sobre lo que sucede: antes que informar de la realidad, informan la realidad. Y ello hasta el punto de que tienden a dejar de ser medios de información para ser fines, y en la medida en que resultan ser fines somos sus medios los humanos que consumimos esa comunicación tautológica, que participamos en esa suerte de monólogo colectivo.

Y con todas esas categorías el siglo xxi confirma el cambio de la categoría occidental más delicada, el alma. En efecto, antes de la globalización, cuando el mundo no estaba disponible en su totalidad, toda alma se construía como resonancia del mundo del que hacía experiencia: esa resonancia era para cada uno su interioridad. Cuando la experiencia del mundo ya no es personal, el alma de cada uno se hace coextensiva al mundo.

Y así, en primer lugar, queda tendencialmente suprimida la diferencia entre interioridad y exterioridad: la vida psíquica de cada uno acaba en la representación masificada del mundo. En segundo lugar, queda tendencialmente suprimida la diferencia entre profundidad y superficie, porque la profundidad de uno acaba en que uno no es sino el reverbero singular de las reglas del juego común a todos desplegado en la superficie digital (Marín-Casanova, 2006). Y, en tercer lugar, queda tendencialmente suprimida la diferencia entre actividad y pasividad: si la tendencia dominante en la sociedad tecnológica es funcionar en régimen de máxima «racionalidad» u operatividad eficaz, no hay actividad que no se adapte a los procedimientos técnicos que son los que la hacen posible.

De este modo, en un mundo psicologizado el alma resulta despsicologizada, en un mundo animado el alma resulta desanimada, en un mundo hecho alma el alma se torna mundana (es el «tráfico de almas»[4]): el alma desalmada, ya no egológica, sino funcional, efecto y no fuente del discurso, casi incapaz de comprender lo que significa vivir en la era de la información, era donde alma y mundo ya no son realidades contrapuestas, donde la oposición entre sujeto y objeto queda rebasada y la distinción entre apariencia o imagen y realidad, abolida, abolida como «realidad virtual» (Marín-Casanova, 2009; 2013; 2015b; 2017).

En una palabra, la tecnología se ha convertido en el horizonte de la comprensión humana. Antaño lo fue la historia, cuando el sentido se desplegaba en el tiempo, y trasantaño lo fue la naturaleza, cuando el sentido estaba en el espacio. Hogaño la historia, en tanto que historia universal, como relato totalizante de las pequeñas historias, como gran relato de legitimación del mal, vive su fin (reduciéndose cada vez más a «parque temático»). Y en nuestros días la naturaleza, convertida en pura facticidad, perdido su carácter vinculante, transfigurada en el compendio de todos los productos posibles de la técnica, vive su fin (reduciéndose cada vez más a «parque natural»). En efecto, el esquema de la salvación proyectada al futuro, que superaba con la historia el eterno presente de una naturaleza concebida como tierra de habitación, pierde su contenido y, consumados los tiempos, esa historia implosiona.

Así como la historia terminó acabando con (el imaginario de) la naturaleza, las TIC terminan con (el imaginario de) la historia: se produce la máxima contracción entre pasado y futuro. Ahora nos encontramos con un «futuro pasado» (Koselleck, 2010)[5], pura instantaneidad donde la memoria ya no es histórica, sino periférica o externa: banco de datos, memoria procedimental. Su exponente superlativo, el fenómeno big data,[6] pone máximamente de relieve una novedad radical en la trayectoria de nuestra especie: la separación de la inteligencia respecto de la vida, la inteligencia sin conciencia[7], artificial: el mecanismo de la inteligencia sin organismo.

Sapiens se ha quedado sin tiempo, está sin historia, como los griegos con los que Nietzsche nos hizo soñar, pero sin que le quede espacio. A diferencia de esos mismos griegos soñados, está sin naturaleza. Es el triunfo máximo del artificio: el ser digital no puede ser cartografiado, está más allá de la Geografía y de la Historia, es atópico y acrónico. Y ese triunfo sí que comporta toda una gigantesca revolución. Una revolución digital, la cual obliga a sustituir la metafórica de la profundidad, que la posibilitó, por una nueva, la metafórica de la superficialidad (Marín-Casanova, 2006). Y ahí ya no hay, literalmente no tiene lugar, «salvación». He ahí la clave.

A la hora de escenificar y categorizar esta «deshumanización»[8] de la técnica no se trata de mover a la nostalgia, de inducir el pesar por el pasar de la autocomprensión pretecnológica a la tecnológica[9]. Sería por lo demás inútil. Y es que más allá de la cuestión de la bondad o no del tránsito, lo que requeriría el disponer de criterios extramundanos o transhistóricos de juicio —cosa, por lo menos, discutible—, el hecho es que no hay retroceso posible, que Sapiens no puede regresar de la época tecnológica a la pretecnológica. El cambio de escenarios y categorías es irreversible. Al vivir en un mundo técnicamente organizado, la técnica no es objeto de nuestra elección[10]. Su vínculo no es menos fuerte que el natural o el histórico de los que nos «libera»: así que la propia tecnología ya no autoriza la vuelta atrás.

Por eso es una ingenuidad plantear el problema del uso bueno o malo de la técnica como si ésta pudiera ser caracterizada por su neutralidad. Por eso queda completamente obsoleto el debate tecnofilia frente a tecnofobia. Estas cuestiones se las podía plantear Sapiens antes de la transformación que sufre con la técnica, el Hombre humanista antes de su metamorfosis tecnológica, cuando la técnica aún podía pensarse como instrumento, instrumento neutro, ni bueno ni malo, sino dependiente axiológicamente del valor o finalidad que el Hombre decidirse atribuirle, es decir, antes de que la técnica se convirtiera en el ambiente o condición de autocomprensión de los (post)humanos. Esto irrita sin duda a quien con mayor o menor conciencia sigue sintiendo los valores en términos humanistas (Bustamante, 1993), creyendo aún actual el perfil de un ser humano pretecnológico que actuaba en vista de objetivos recortados en un horizonte de sentido (dado de antemano, a priori, metafísicamente «natural»).

Pero la técnica y a mayor abundancia las TIC, convertidas atmosféricamente en el ámbito previo de lo humano, no tienden a un objetivo, no promueven un sentido, no abren escenarios de salvación, no redimen, no desvelan la verdad[11], ya definitivamente retórica (Marín-Casanova, 2002) o posverdad. La técnica y a mayor abundancia las TIC funcionan.

Y como el funcionamiento se ha hecho global, hay que revisar esos términos humanistas, no porque ya no creamos en ellos, sino porque la técnica y a mayor abundancia las TIC con su desarrollo (un desarrollo que, a falta de un horizonte de sentido extratécnico, no puede ser denominado «progreso») los han superado. No es, así pues, algo meramente ideológico sino epocal la obligación de revisar las categorías humanistas. Esas categorías habrán podido valer cuando el Hombre era sujeto o fin y la tecnología instrumento o medio, cuando el Hombre dominaba la técnica. Pero ese dominio se ha invertido y semejantes categorías ya no valen, esto es, ya no funcionan. El ideal cultural humanista no funciona cuando, precisamente en aras de la sostenibilidad, se trata de evitar que la técnica, de condición esencial de la existencia humana, se convierta en causa de la insignificancia de su mismo existir.

4. A modo de conclusión: el stuntman de la cooltura

Y es que en Teletecnópolis habita un nuevo humano: el hombre-masa, rebelde, de hecho, a la «domesticación» humanista. La masa humana, como la natural, se caracteriza por su inercia, indiferencia, e irresponsabilidad. Disfruta de los bienes culturales, ejerciendo su presunto «derecho a la vulgaridad», sin preocupase de los principios de que proceden, ignorante del esfuerzo civilizatorio trasero, como si fuesen bienes naturales, que se dan y sustentan per se (Ortega, 2013 [1930]). Y sin principios (siempre precarios y contingentes, y por eso mismo) no hay cultura, sino barbarie. Pero la barbarie hodierna no estriba ya tanto en la ineducación, sino más bien en la cooltura, la mala educación del «niño mimado», del «señorito satisfecho», del «hijo de familia» que vive gratis de su herencia, como si ésta fuera inercia natural.

Y prototipo del nuevo primitivo, entonemos el mea culpa, es el científico, el sabio-ignorante, que no por defecto suyo, sino porque la ciencia actual nos obliga automáticamente a ello, «sabe» todo de su mínimo rinconcillo de universo y nada del resto, sobre el que tomará posiciones de ignorantismo, mas con la petulante suficiencia del especialista en las otras cosas: a mayor número de científicos (y de la barbarie del especialismo no escapan las disciplinas sociales y humanistas) menor número de personas cultas. Luego las alternativas no pueden proceder de la suma enciclopédica de las especialidades, de la irénica totalidad del saber, sino de un irónico saber de la totalidad.

Mas filtrando esa indicación holística (hegeliana, mediante una reinterpretación del perspectivismo de la circunstancia orteguiana, de la Seinsvergessenheit heideggeriana o del Umgreifende jaspersiano, así como de la redescription rortiana, medios preventivos, a su modo, de que los cielos no nos dejen caer en la optimista tentación pan[g]lo[ss]gista), para así no llegar a olvidar que nunca se sabe conceptual (cum-capere) o prensilmente (begreifend) la totalidad, al menos no como suma de todos los entes, sino si acaso como fondo abierto del ser (en el) que somos y estamos, pues todo logos vela siempre a otro logos, no se lee texto sin contexto. Y es que inevitablemente, así es la teoría, en cada ver se esconde un cadáver.

Aquí es cuando entra en escena, con su visión propia (autopsia), la persona que ahora se podría considerar «culta», y que no es el experto, sino, por decirlo con una analogía cinematográfica, el «doble» (stuntman) del experto (Marquard, 1987: 39, 59), un «especialista» en generalidades —valga el oxímoron—. Este doble interpreta un papel de «docto ignorante», de desatascador cultural, capaz de devolver todo discurso presuntamente necesario, todo pensamiento único, a su genuina modalidad alética, a su vívida contingencia (Marín-Casanova, 2015a; 2016), pues sospecha, quizá más por viejo que por diablo, que «el bien en singular es un mal [… que] el bien es pluralista o de lo contrario es un mal» (Serna, 2018: 91). Y ello tal vez porque de la cosa podemos empezar a hablar, pero no dejar de hablar, ya que ninguna lectura agotará —dicho sea con el eco de otro Eco— el nombre de la cosa.

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Para citar este artículo: Marín-Casanova, J. A.(2018). La resemantización TIC de la cultura humanista. index.comunicación, 8(1), 179-195.

[1][01] No se trata de declararse partidarios del así llamado «determinismo tecnológico», sino de algo previo a esa cuestión e innegable en la era tecnológica, a saber, que «el fenómeno de determinación tecnológica —no digo ‘determinismo’— de la sociedad actual se vivencia como imparable» (Queraltó, 2003: 11).

[2][02] Traducimos así el neologismo whoness de Capurro, R.; Eldred, M. y Nagel, D. (2013). Esa quienidad, o cómo resultan en el mundo digital la identidad, la intimidad y la libertad, es objeto de doble análisis por esos autores. Mediante el método fenomenológico intentan aclarar quién se es en el mundo cibernético. Y mediante el método hermenéutico ensayan la crítica de la privacidad meramente informacional y del sujeto autónomo frente a un mundo objetivo, reificado. Por lo demás, es particularmente estimulante, por lo esperanzado, el esfuerzo por defender un humanismo sostenible en un mundo en que vivimos a la vista de todos de A. de Mingo (2017).

[3][03] Como plataforma para pensar la actualidad del fenómeno massmediático (y superar el resabio metafísico de la crítica frankfurtiana de Adorno a Habermas), se recomienda la lectura de Gianni Vattimo (2011).

[4][04] Dicho sea con el hallazgo expresivo de César Moreno (1998).

[5][05] En un contexto muy distinto, pero indicativo de la máxima aceleración del tiempo presente, de la contracción actual del tiempo, se ubica la propuesta de Dery (2007).

[6][06] Harari (2017: 428-462) presenta el dataísmo como una religión secularizada y no por ello menos religión, la religión de los datos.

[7][07] Esto es lo que Harari (2017: 356-408) denomina «the great decoupling», que hace que para el sistema técnico la conciencia se vuelva opcional, mientras permanece obligatoria la inteligencia, la inteligencia conectada (Kerkhove, 1997) de la nueva realidad electrónica (Kerkhove, 1995), la mente aumentada (Kerkhove, 2010). Harari (2015: 445-464) especula con el final no ya de la formalidad humanista de la especie, sino del entero conjunto de la especie, de todo el Homo Sapiens, y dedica un libro completo (2017) a su eventual sucesor evolutivo, tecno-humano: el Homo Deus.

[8][08] Las comillas en «deshumanización» obedecen a la voluntad de resaltar que el humanismo que entra en crisis hoy no es el humanismo toto coelo, aunque sí sea el humanismo por antonomasia, el cual, en vez de partir de la real indignidad humana, premisa mayor de cualquier humanismo tecnológico, del dolor injustamente infligido o padecido por el ser humano, parte de la ideal dignidad humana (Molinuevo, 2004).

[9][09] Quede claro que no se trata de alimentar fantasías apocalípticas (salvo que tal vez se entienda por «apocalipsis» lo mentado etimológicamente por el término «apo-kalýpto», esto es, desvelar lo oculto, en nuestro caso, lo inesencial de la esencia humana), ni de propagar el fantasma de la catástrofe (salvo que una vez más se apele al étimo, que antes que destrucción quiere decir simplemente «cambio de dirección» o «giro»), sino más bien de constatar que la época de la técnica se encuentra completada ya, es algo históricamente adquirido, irreversible (Natoli, 2002). Y esto no comporta necesariamente ningún fatalismo, aunque sea un tópico contraponer precisamente el humanismo contra el fatalismo (véase, por ejemplo, Valcárcel, 2002).

[10][10] Como con más suavidad dice Ramón Queraltó (2003: 11): «en el fondo, el sentimiento que se abre camino poco a poco en la conciencia del hombre de comienzos del siglo xxi no es qué tecnologías vamos a utilizar sino cómo vamos a utilizarlas».

[11][11] Esto se afirma pace aquellos que en el extremo opuesto al de los tecnófobos catastrofistas practican una suerte de «Tecnodicea», la cual lleva, más allá de la tecnofilia, a la tecnolatría o, dicho con Noble (1997), a la «religión de la tecnología». Sobre estos, en especial, sobre su variante más mística, se han pronunciado con insuperable ironía Alonso y Arzoz (2002; 2003). Contra la redención por vía neotecnológica ya es bastante elocuente el título de la obra de Sanmartín (1992). Johnson (2009), de hecho, por analogía con «religiosidad», ha acuñado el término virtualosity.