index·comunicación | nº 10(2) 2020 | Páginas 55-81
E-ISSN: 2174-1859 | ISSN: 2444-3239 | Depósito Legal: M-19965-2015
Recibido el 06_04_2020 | Aceptado el 05_06_2020 | Publicado el 20_06_2020
https://doi.org/10.33732/ixc/10/02Gobier
María Alaniz
Facultad de Ciencias de la Comunicación, Universidad Nacional de Córdoba
Rodrigo Bruera
Secretaría de Ciencia y Tecnología, Universidad Nacional de Córdoba
Este trabajo se enmarca en el Proyecto de investigación llamado Medios informativos y agendas políticas en América Latina (2010-2015), aprobado y financiado por la Secretaría de Ciencia y Tecnología (SeCyT) de la Universidad Nacional de Córdoba (UNC), Argentina, para el período 2016/2017
Para citar este trabajo: Alaniz, M. y Bruera, R. (2020). Gobiernos progresistas en América Latina: agendas políticas y de comunicación. index.comunicación, 10(2), 55-81. https://doi.org/10.33732/ixc/10/02Gobier
Resumen: El presente artículo tiene el objetivo de visibilizar la transformación propuesta por los gobiernos progresistas de América Latina tras su irrupción en el escenario político del siglo xxi. Sus agendas políticas y de comunicación, enmarcadas en la figura de Estado comunicador, parten de considerar a la comunicación como un derecho y no como una mercancía. Se parte de una revisión conceptual y analítica, mediante lecturas de discurso, documentos y noticias, sobre tres casos de interés político surgidos en Argentina (referido a la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual), Bolivia (respecto a la participación en política de las mujeres) y Venezuela (sobre el impulso a los medios comunitarios, como confrontación al sistema privado). Cabe aclarar que este artículo sintetiza algunos de los resultados de un proyecto de investigación orientado a reconocer el impacto de ciertas temáticas políticas desde la acción comunicacional de gobiernos de la región latinoamericana durante el período 2010-2015. Como conclusión, puede afirmarse que los gobiernos articularon políticas públicas, en materia de comunicación, tendientes a la construcción de agendas políticas propias capaces de entrar de lleno en las disputas del escenario político mediático, así como de ampliación de nuevos medios, dejando mellas en el trabajo periodístico.
Palabras clave: gobiernos progresistas; América Latina; agendas políticas; estado comunicador
Abstract: This article aims to make visible the transformation proposed by the progressive governments of Latin America after their irruption in the political scene of the 21st century. Their political and communication agendas, framed in the concept of Communicational State, are based on considering communication as a right and not as a commodity. It is based on a conceptual and analytical review, through readings of speeches, documents and news, of three cases of political interest that have originated in Argentina (referring to the Audiovisual Communication Services Law), Bolivia (regarding women's participation in politics) and Venezuela (regarding the promotion of community media, as a confrontation with the private system). It should be clarified that this article synthesizes some of the results of a research project aimed at recognizing the impact of some political issues from the communication action of governments in the Latin American region during the period 2010-2015. In conclusion, it can be said that governments have articulated public policies, in the field of communication, aimed at building their own political agendas capable of entering fully into the disputes of the political media scene, as well as expanding new media, leaving a mark on the work of journalists.
Keywords: progressive governments; Latin America; political agendas; communicational state
Se presentan aquí algunas consideraciones sobre el rol de los medios en el mundo de la información y la política. Las transformaciones ocurridas en tales ámbitos pueden comprenderse en el marco de procesos sociohistóricos localizables a lo largo del siglo xx (desintegración de la URSS y caída de los socialismos satélites de Europa del Este, fin de la Guerra Fría y ascenso de los EE.UU. como potencia hegemónica en lo militar y financiero, globalización económica financiera, revolución tecnológica, entre los más relevantes), hechos que han sido objeto de atención de las investigaciones en el campo de la Comunicación Social.
Al respecto, cabe recordar los aportes hechos por Carrasco y Saperas Lapiedra (2013) para quienes la llamada tercera etapa de madurez de la investigación en comunicación se caracteriza por una preeminencia internacional del mundo occidental capitalista, representado por:
La absolutización hegemónica de un modelo de cultura caracterizado, como ya lo anticiparon Theodor Adorno y Max Horkheimer en su caracterización de la industria cultural de 1944, por la aparente diversidad que encubre la homogeneidad subyacente de la cultura masiva norteamericana (Carrasco y Saperas Lapiedra, 2013: 963).
Este proceso de reacomodo de los sistemas de información y comunicación, en los que predominará la cultura de lo audiovisual y la consolidación de la World Wide Web, «[…] constituirán una realidad que, a diferencia del sistema económico, no ha sido amenazada por las potencias emergentes» (Carrasco y Saperas Lapiedra, 2013: 964).
Ahora bien, más allá de lo que significa la consolidación de la cultura norteamericana durante el siglo xx, se considera necesario hacer una caracterización de la comunicación como una práctica social de producción y circulación de significados socialmente reconocidos, que permiten y facilitan la interacción humana bajo condiciones históricas concretas. Se puede afirmar junto a Torrico Villanueva (2004) que la comunicación como hecho social se desarrolla desde el momento en que lo hace la especie humana y es, por ello, constitutiva del hombre y de la sociabilidad, producto de la convivencia y coexistencia humana y, a la vez, fundamento de ella.
Hay que advertir, sin embargo, que en el marco del carácter estructural de lo comunicativo en la sociedad moderna, los estudios e investigaciones se han concentrado en las dimensiones masivas y tecnológicas de los procesos de comunicación. En este sentido, el mundo de los medios y de la información masiva ocupa un lugar preponderante y, en la medida que avanza una mayor sinergia con las nuevas tecnologías, sus dominios parecen extenderse más.
Se requiere entonces precisar algunas coordenadas históricas para situar el momento de mayor despliegue de los medios y la información. A mediados de la década de 1980 cobran protagonismo nuevos espacios en los cuales se expone la opinión del ciudadano, la voz del funcionario o la propuesta del candidato, así como se mantiene un lugar para el entretenimiento, la información y los asuntos más triviales y superficiales que se pueda uno imaginar. Los medios masivos, y en especial la televisión, se transforman en los exponentes de la totalidad de esos escenarios y configuran una audaz modalidad para lo que quiere decir, escribir o mostrar públicamente, desplazando los espacios tradicionales de interacción ciudadana (Fernández, Frávega y Polizuk, 1999).
A partir de la década de 1990, los medios masivos pasan a ocupar lugares que antes eran exclusivos del sistema político (vaya de ejemplo el Parlamento, que deja de ser el sitio privilegiado de debate político y, en su lugar, asciende el valor de la imagen de un panel televisivo). En cierto sentido, la información política queda capturada en el marco mediático: la lógica de un medio encuadra, por así expresarlo, a las formas de hacer política. Así, por caso, la reelección de un gobierno depende de la mayor o menor adhesión popular, medida por la valoración diaria del impacto político en las encuestas o los análisis de imagen.
Algunos autores consideran que la centralidad comunicacional de la política constituye un punto de partida para las formas de escenificación y espectacularización del hecho político. Andrés Cañizález (2012) recuerda que la relación entre agenda política y mediática ha tenido en los últimos veinte años un signo de variación en la medida que impone nuevos estatutos. Al respecto, retomamos los aportes de María Corredor (2005) para quien el modelo político latinoamericano:
Era tan poderoso que condicionaba a los medios de comunicación imponiéndole sus ritmos y muchas de sus reglas de juego en una centralidad política de la comunicación. Sin embargo, a finales de los ochenta y durante los noventa, se observa que la relación se invierte y son los medios de comunicación quienes imponen sus ritmos y sus reglas de juego a la actividad política. El exponencial crecimiento del poder de los medios en nuestros países ha convertido al paradigma mediático en el paradigma dominante. La actual, es la América Latina de la centralidad comunicacional de la política (Corredor, 2005: 59).
Por su parte, Marcelino Bisbal (2005) apunta algunas características de este proceso, en el cual no solo hay una reproducción mediática del tradicional juego político, sino un replanteamiento. Los medios construyen/reconstruyen la agenda política, redefinen el quehacer político y, en definitiva, se convierten en la nueva plaza pública. De esta forma «[…] nacen y se afirman fenómenos conocidos como la política del espectáculo, el marketing político, la personalización de los programas y los performances electorales» (Bisbal, 2005: 48). Para el autor no hay una disolución de la política, como muchos apocalípticos denuncian, sino que los medios «[…] aparecen como lugares privilegiados para el contacto y la construcción de adhesiones, suplantando las plazas públicas y los más pequeños pero propios espacios de debate y acción conjunta» (Bisbal, 2005: 52).
Por su parte, los llamados partidos tradicionales, que por décadas habían gobernado en diversos países de la región latinoamericana, erosionan las bases de su interacción y mediación entre gobierno y sociedad. Una de las razones más poderosas que quizás haya incidido en este trocamiento de lugares puede verse en el hecho de que las organizaciones partidarias se subsumieron a las bases programáticas de políticas neoliberales, en parte por adherencia ideológica, en parte por puro pragmatismo y ejecución de las medidas en cada país. Allí se comienza a observar el ascenso del poder mediático, que pasa a ocupar en forma cada vez más creciente ese lugar que antes era del dirigente político, del partido, y la puesta en público de sus opiniones y propuestas. Así, los medios fueron ocupando el lugar de esos partidos en actividades tales como el control de la función pública, la investigación periodística y la denuncia sobre la corrupción, el seguimiento de las demandas sociales (salud, seguridad), la interpelación hacia el poder de turno y la integración de una nueva agenda de temas (ecológicos, de género, diversidad sexual).
En este contexto se ha utilizado quizás en extremo la expresión crisis de representación para aludir al momento en que los representados pierden la confianza en sus representantes. Ante el debilitamiento, dispersión e incluso fractura de un sistema de partidos, los medios han actuado rápidamente ocupando esos lugares en calidad de actores políticos, reconfigurando las relaciones tradicionales entre medios, política y sociedad (Alaniz, 2014).
Pero además, otro fenómeno cruza el terreno de la geografía comunicacional: la concentración de propiedad mediática global que recorre la industria cultural y, en especial, los medios de información. Grupos con ramificaciones a otras actividades comunicacionales así como a otras ramas de la industria y el comercio:
Familias vinculadas a una burguesía comercial incipiente lideraron los principales medios y compitieron con la prensa que quedó en manos de las familias más tradicionales. La presencia del Estado-nación fue menor, en un acuerdo tácito con los propietarios de medios que supuso pactos que liberaran las fuerzas del mercado, en tanto el sistema de medios pocas veces cuestionó seriamente al poder político (Becerra y Mastrini, 2017: 16).
Marinho, Frías, Collor y Sarney operan en Brasil; Cisneros y Zuloaga, en Venezuela; Noble, Mitre, Fontevecchia y Vigil concentran en Argentina; Slim es hegemónico en México; Edwards, Claro y Mosciatti se distribuyen el poder en Chile; Rivero, Carrasco, Duero y Tapia, en Bolivia; Chamorro, en Nicaragua; y los grupos de Santo Domingo y Santos, en Colombia. Otro dato elocuente: Globo de Brasil, Televisa de México, el grupo Cisneros de Venezuela y Clarín de Argentina son las cuatro mayores empresas de medios y entretenimiento de América Latina (Becerra y Mastrini, 2017).
Se reafirma que la comunicación es un aspecto constitutivo y condición necesaria para el desarrollo de libertades, derechos y de la propia democracia como forma de gobierno. Sin embargo, no todo son rosas en el camino del desarrollo y consolidación democráticos. Las transformaciones del espacio mediático, en virtud de los avances tecnológicos y la convergencia, la concentración mediática y la incidencia cada vez mayor en las lógicas de producción y circulación de contenidos de info-entretenimiento, han mellado en el ejercicio de un periodismo agudo, crítico y comprometido con los procesos de información veraz y, por extensión, de democratización de la sociedad. Como sostienen Becerra y Mastrini:
Los procesos de concentración debilitan la circulación de ideas diversas en una sociedad y por ello protagonizan, desde hace décadas, la agenda de políticas públicas en el sector de la información y la comunicación en países de distintas latitudes y con tradiciones regulatorias (Becerra y Mastrini, 2017: 18).
En el contexto de un capital económico que desencadena procesos productivos que convierten a la información en un insumo clave, las posibilidades de estructuración de idearios políticos, de formas de leer el mundo de los hechos de la política y de representarse la democracia, los partidos, el poder, el sentido mismo de lo colectivo, todo ello se vuelve un bocado apetecible para la industria mediática. Como lo ha expresado Denis De Moraes (2011; 2013), el realineamiento de medios y el fenómeno de la adopción de formas empresariales financieras eficaces del tipo trust han facilitado estructuras mediáticas con visión de negocios global.
En suma, los medios han acrecentado su rol de intermediarios entre funcionarios de gobierno y la sociedad, y han crecido exponencialmente desde lo económico-financiero. Pero, aun cuando tienen una centralidad en la vida política y social, no la determinan de modo inexorable. Desde nuestra percepción, contribuyen a las formas y estilos que toma la vida política, a la manera que se organiza para ser pública, pero no definen su contenido. Este será un punto de controversias en los inicios del siglo xxi, puesto que al calor de los gobiernos surgidos desde el progresismo político en América Latina se pondrá en debate el valor de la comunicación como derecho social, humano y las aspiraciones de los nuevos gobiernos por tomar la palabra, producir, gestionar, distribuir los contenidos y disputar las construcciones del sentido común de la sociedad.
Se verá a continuación el papel de los llamados progresismos latinoamericanos en materia de construcción de agendas de comunicación regionales, y en disputas con grupos emblemáticos en varios países.
En lo que refiere al término progresismos, una prolífica bibliografía da cuenta del estudio sobre el acontecimiento político que irrumpió en los inicios del siglo xxi. Aportes significativos para dilucidar el sentido de los progresismos nos acercan a una serie de trabajos tales como los de Alí (2007); Borón (2006); Ceceña (2003); Ellner (2004); Laclau (2005); Lander (2004); Roitman Rosenmann (2005); Vilas (2005). Ellos y otros tantos que no mencionamos por razones de espacio han procurado leer las claves sociopolíticas de esta etapa. Desde una interpretación general del alcance del progresismo, Soledad Stoessel (2015) facilita un abordaje integral al señalar que:
[…] Pertenece al lenguaje por medio del cual se designó, históricamente, desde la izquierda marxista, a los programas y las fuerzas sociales y políticas socialdemócratas, populistas o nacional-populares que buscaban transformar y reformar al capitalismo introduciendo dosis de intervención y regulación estatal y de redistribución de la riqueza: en el caso latinoamericano, con un nítido acento antiimperialista y desarrollista (Stoessel, 2015: 9).
Además, critica a lo que hoy se conoce como neodesarrollismo, al afirmar que este está conectado con una idea de progreso que ayuda a determinar el horizonte y carácter del proyecto. Y agrega que, desde las perspectivas de tipo ambientalista, ecosocialista o poscolonial, se cuestiona fuertemente esta idea de progreso y desarrollo, ya sean aquellas de siglos anteriores como las actuales del siglo xxi (Stoessel, 2015).
En tanto, producciones académicas y analíticas brindadas para profundizar en la trayectoria desde las alternativas de cambio social y económico en América Latina a partir de la década de 1990 hasta llegar a los lineamientos políticos del progresismo, nos acercan a la obra de Antonio Elías, quien destaca la necesidad de:
[…] Avanzar no solo en la identificación de los puntos críticos de la orientación política y económica que hoy prevalece en el continente, sino también en el señalamiento de algunas de las alternativas concretas para cambiar el rumbo de los acontecimientos (Elías, 2006: 14).
Define a los gobiernos progresistas como aquellos que se han propuesto la aplicación de políticas opuestas a las del neoliberalismo, buscando imponer reglas diferentes a las de la década de 1990. Como meta, se busca la creación de un sistema social más justo, solidario, con equidad, que reafirme la soberanía, independencia e integración latinoamericana.
Por su parte, Julio Gambina (2007) se interroga por el carácter del proceso latinoamericano, expresando que el inicio del siglo xxi trajo nuevas expectativas en materia política y económica en la región y que existen variados análisis producidos en distintos lugares del mundo que dan cuenta de ese fenómeno. Destaca como éxitos del movimiento popular global de aquel momento la campaña No al ALCA, el desarrollo del Foro Social Mundial con origen en Brasil y los procesos de Venezuela y Bolivia.
A juicio del autor, las posibilidades de renovación planteadas en Argentina, Brasil, Bolivia y Venezuela en su articulación con Cuba han demostrado que la acumulación de poder político de los sectores subalternos se pone en juego en el gobierno del Estado. Esos procesos de disputa e intransigencia contra el orden neoliberal fueron el germen de apoyo, construcción de autoridad y legitimación para los gobiernos progresistas.
Otra interesante perspectiva la ofrece el economista argentino Claudio Katz, para quien el marco de estabilidad institucional en los regímenes latinoamericanos transcurre como un signo distintivo respecto a épocas anteriores asoladas por dictaduras y golpes de estado cívico-militares. En esta coyuntura, sostiene el autor, la tendencia a considerar la integración regional como meta de crecimiento económico ha sido la razón por la que los grandes que conforman el bloque del Mercosur —Argentina y Brasil— apuestan a reforzarlo (Katz, 2007).
De esta manera, afirma que el acontecimiento más relevante «[…] es la resistencia popular y la etapa de protestas que protagoniza la población para reconstituir el tejido laboral, recuperar los recursos naturales, contrarrestar privatizaciones y democratizar la vida política» (Katz, 2007: 308). En ese sentido, considera que las movilizaciones, el descrédito de las doctrinas de libre mercado y su desgaste teórico redujeron el papel del neoliberalismo al terreno ideológico cultural, abriendo una fase de disputa clave para el fortalecimiento de una acción antineoliberal.
Otro aporte que describe y analiza los movimientos, partidos y gobiernos locales y nacionales de izquierda ha sido formulado por César Rodríguez Garavito, Patrick Barrett y Daniel Chávez (2005). Ponen el foco en el rol de los gobiernos de Argentina, Bolivia, Brasil, Ecuador, Venezuela y Uruguay respecto a los Estados Unidos, las políticas neoliberales y los movimientos sociales y organizaciones, de las que se desprenden nuevos partidos (el Movimiento al Socialismo —MAS— de Bolivia, el Frente Amplio de Uruguay, el Partido de los Trabajadores —PT— de Brasil, Alianza PAIS de Ecuador, el Partido Socialista Unido de Venezuela —PSUV— y el liderazgo del kirchnerismo en Argentina, con el Frente para la Victoria).
La tesis de los autores alude a la diversidad de modelos de izquierda, entendida en un doble sentido: por un lado, una versión nueva de lo viejo y, por otro, la circulación de algunas ideas izquierdistas —denostadas una década atrás— como las del socialismo. Con relación al significado de la nueva izquierda, se enfatiza que el término es usado en sentido descriptivo antes que valorativo y que «[…] denota que las formaciones de izquierda estudiadas son de origen reciente o han ascendido en capacidad de movilización masiva o en votos o en capacidad de gobernar» (Rodríguez Garavito et al., 2005: 22).
En similar sentido, José Natanson (2012) afirma que casi toda la región dejó atrás la etapa neoliberal, eligiendo líderes y partidos políticos que proponen rumbos diferentes. La idea central sobre la que descansa su perspectiva expresa que:
Se trata de una tendencia profunda que recorre casi toda la región y que ya asoma tan clara como el ciclo autoritario de los noventa. Como dijo el presidente de Ecuador, Rafael Correa, en su ceremonia de asunción, no se trata de una época de cambios, sino de un cambio de época (Natanson, 2012: 7).
No obstante, en años posteriores, Natanson (2014, 2018) se ve obligado a repensar su propia afirmación tras la llegada al poder de gobiernos de derecha. Se refiere a ellos como nueva derecha, a la que califica de democrática, posneoliberal, e incluso con una cara social.
El sociólogo brasileño Emir Sader (2008), por su parte, hace referencia a la apertura de una etapa que llama posneoliberal, en el sentido de negación del capitalismo en su fase neoliberal. Considera que, entrado el nuevo siglo, viene floreciendo una resistencia protagonizada por los movimientos sociales y que, en buena parte, ello se explica por el hecho de que los partidos tradicionales, masivos y de trayectoria electoral, jugaron del lado del neoliberalismo, o bien, se mantuvieron alejados de cualquier tipo de enfrentamiento, y hubo nuevos liderazgos por fuera de las organizaciones clásicas que tomaron la iniciativa política. Sin embargo, todo esto queda puesto en duda tras lo que Sader (2019) denomina contraofensiva de la derecha, que sacó del gobierno mediante un golpe de Estado a la por entonces presidenta Dilma Rousseff en 2016. Isabel Rauber (2017) agrega, en este sentido, que los gobiernos progresistas tuvieron como característica predominante ese sello posneoliberal al que alude Sader, a la vez que definieron nuevas tareas y sujetos, siempre sabiendo que el posneoliberalismo no sería un tiempo eterno y que tendrían nuevos desafíos, entre los que destaca la disyuntiva de tomar el riesgo de reajustar hacia un tiempo poscapitalista o, por el contrario, quedar atrapados en la lógica del capital.
En otro orden, Pablo Stefanoni (2012) caracteriza al progresismo estableciendo algunas distinciones en el carácter, la naturaleza y la magnitud de las transformaciones en los países. En Venezuela, Ecuador y Bolivia ha sido donde el impacto de la crisis del sistema de partidos impactó con más rudeza y la dinámica de la movilización social generó procesos de renovación política, siendo los tres procesos el ala radical del giro a la izquierda sudamericano. De las demandas sociales emergió la convocatoria de asambleas constituyentes que se propusieron reformar las cartas magnas y el rediseño institucional.
En la segunda década del siglo xxi, el movimiento de los progresismos comenzó a declinar. En parte por efecto de la crisis financiera de 2008, las repercusiones en el crecimiento de la economía mundial y la bajada de los precios de los commodities que dejaron sin efecto los márgenes de valor necesarios para la implementación de políticas públicas y sociales o, dicho en otros términos, los márgenes para la acumulación y la redistribución del capital. Otra razón podría sustentarse en la insuficiencia de algunas líneas de acción emprendidas en los años previos y la falta de diálogos institucionales, con la consecuente pérdida de credibilidad; también en la pérdida de los lazos de articulación con actores socioculturales con los cuales se había llegado al poder.
Una tercera razón puede encontrarse en la presencia de un fuerte sesgo autoritario y personalista de los liderazgos. O bien porque, en definitiva, ninguno de los modelos —aún el venezolano que se propuso construir el Socialismo del Siglo xxi— pudo saltar los márgenes del capitalismo y culminó transformando el régimen en una suerte de democracia de partido único. Sean estas u otras las razones, que siempre serán premisas tentativas para completar el cuadro de análisis, el balance de los progresismos realmente existentes, expresión propuesta por Maristella Svampa (2017), pone en debate el desempeño de los progresismos en un momento al que considera como fin de ciclo.
Recuperando las expresiones acerca de la evaluación de los progresismos y sus trayectorias, tres autores hacen una contribución sobre el escenario de la etapa de agotamiento, manifestada en:
[…] La derrota electoral en Argentina en 2015, el golpe institucional en Brasil 2016, la negativa plebiscitaria a la reelección de Evo Morales en Bolivia ese mismo año, la apretada victoria de Lenin Moreno en 2017 y su casi inmediato enfrentamiento con Rafael Correa en Ecuador, y la crisis venezolana desde 2014 como en la del “orteguismo” en Nicaragua en 2018 (Gaudichaud, Webber y Modonesi, 2019: 7).
Hacen un recorrido por el curso de los gobiernos en su faceta económica, institucional, de unidad con movimientos sociales y populares, así como los conflictos derivados en torno al usufructo de los recursos naturales, la autonomía política de las organizaciones que acompañaron y las problemáticas que persisten por resolver. En este sentido, señalan que:
Desde abajo y a la izquierda del progresismo […] brotaron diversas experiencias de luchas, movilizaciones y protestas que, sin lograr articular una alternativa de izquierda consistente y manteniéndose dispersas o esporádicas, mostraron grietas y rupturas en el flanco izquierdo de la hegemonía progresista (Gaudichaud et al., 2019: 10).
Y afirman que fueron las derechas latinoamericanas quienes aprovecharon esta coyuntura para «[…] recuperar la iniciativa política que habían perdido a mediados de los años 2000» (Gaudichaud et al., 2019: 10). Por su parte, Moncayo entiende que los intentos de los gobiernos progresistas por lograr un cambio rotundo en los regímenes políticos de las sociedades latinoamericanas «[…] se puede calificar como derrotada o fracasada» (Moncayo, 2020: 108). Sin embargo, considera que puede lograrse una perspectiva estratégica capaz de retomar un rumbo que parece haberse perdido con los triunfos electoralistas de las derechas en algunos países de la región (Mauricio Macri en Argentina, Jair Bolsonaro en Brasil, Sebastián Piñera en Chile, Lacalle Pou en Uruguay, por citar algunos ejemplos).
También podemos sumar los aportes de Jiménez Martín (2020: 96) respecto al impacto de la crisis de 2008 en América Latina, para quien: «Estos gobiernos, en tanto no lograron construir una política económica autónoma y basaron su programa de gobierno en una conciliación de clases, tuvieron un margen acotado para reaccionar a la crisis». Lo que condujo al fortalecimiento de las tendencias derechistas y a una pérdida de legitimidad de las experiencias alternativas que propusieron los gobiernos progresistas.
Por todo lo expresado en estas líneas, entendemos que las variantes del ciclo progresista han sido las protagonistas de modelos gubernamentales que despuntaron en la primera década del siglo xxi. Los progresismos, tanto los del llamado arco andino como los del Sur, han sido fuertemente estatalistas y apuntalaron una serie de políticas públicas orientadas a suavizar los efectos de los programas de shock económico de los años noventa. En términos de Thwaites Rey (2020), ha sido una especie de ciclo de impugnación al neoliberalismo.
Como vimos, existe variada literatura sobre el tema, lo que nos permite destacar que, en líneas generales, los gobiernos progresistas de la primera década del siglo xxi se han caracterizado por la ejecución de políticas públicas con protagonismo sustantivo del Estado, articulación con movimientos sociales de amplia gama, construcción de antagonismos entre gobierno popular y derecha liberal y conservadora, entre sus líneas más prominentes.
A diferencia del camino seguido por las investigaciones en torno al tema de la agenda setting o construcción del temario (McCombs, 1996) que ha tenido como objeto analizar la influencia de los medios en la opinión pública, y de la noción de agenda pública, que implica el proceso a través del cual determinados asuntos o problemas públicos que se posicionan, adquieren un interés general y son trasladados al nivel de la decisión gubernamental (Alzate Zuluaga y Romo Morales, 2017), en esta oportunidad haremos referencia a la noción de agenda política.
En cierta forma, se la puede considerar como un espacio de producción de sentido donde los temas que conforman dicha agenda son definidos y considerados relevantes para los políticos (presidentes, funcionarios públicos, representantes del espacio parlamentario, dirigentes partidarios) con aspiraciones de representar legítimamente a la sociedad. Entonces, consideramos el término agendas políticas para referirnos al conjunto de asuntos, temas y tácticas, erigidas desde los grupos políticos (gobierno, funcionarios, partidos), con el propósito de construir significaciones que puedan incidir en el espacio público y posicionar ciertos tópicos considerados relevantes (Ramírez Brouchoud, 2007; Petrone, 2009, Alaniz, 2019). Se trata, entonces, de asuntos y temas de prioridad para la política gubernamental, que procuran tensar la agenda mediática para confrontar las posiciones y terciar en la construcción de significados sociales, con la finalidad de sumar adhesiones, acuerdos, legitimarse políticamente e incluso movilizar y enlazar con las demandas y experiencias de organizaciones, colectivos socioculturales e individuos.
Cabe destacar que la disputa en el terreno de la constitución de los universos simbólicos y de imaginarios sociales siempre ha sido preponderante tanto para medios como para gobiernos; pero bajo el ciclo progresista cobró mayor envergadura en la medida que hubo políticas para emprender esa tarea; políticas emanadas desde los gobiernos para terciar en las agendas de los medios privados. La configuración mediática mutó vertiginosamente, a partir de fusiones y extensiones de servicios, lo que modificó la propia estructura de la comunicación masiva, hoy atravesada por los formatos multiplataforma y la convergencia tecnológica. Esto torna al mercado de las comunicaciones en un lugar en la mira de regulaciones y limitaciones a la concentración por parte de los funcionarios. Igualmente, la noción de lo público y la necesidad de contar con alternativas de difusión por fuera de los medios dominantes acentuaron el fortalecimiento presupuestario y técnico de los medios públicos (audiovisuales, radiales y agencias de información) y la promoción de los comunitarios y alternativos, en una contienda persistente con la arquitectura de los mega grupos mediáticos que, en términos de Luis Lázzaro (2011), configuró una batalla comunicacional de envergadura regional. Las nuevas políticas sobre el sistema de medios se hicieron sobre la base de una revalorización y reposicionamiento de la figura estatal «[…] como espacio institucional y ético-político, con la disposición para asumir e implementar políticas públicas que contribuyan a la democratización de la información y la cultura» (De Moraes, 2011: 18). Fue así como las políticas culturales se encaminaron a la promoción de la comunicación como un bien público y un derecho humano (De Moraes, 2011; Becerra, 2015).
A comienzos del siglo xxi se desplegaron normativas y regulaciones con el objetivo de acotar los poderes multimediáticos. Pueden mencionarse las iniciativas para las reformas y políticas de regulación de medios, como la Ley de Responsabilidad Social en Radio y Televisión (2004) de Venezuela. Otras iniciativas son la incorporación de la comunicación como derecho humano en el artículo 7 de la Constitución Política del Estado (2009) de Bolivia; la Ley Orgánica de Comunicación (2013) de Ecuador; la Ley de Cine Audiovisual (2008) en Uruguay y la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual (2009) en Argentina.
Martín Becerra y Guillermo Mastrini (2017) indican cuál ha sido la finalidad que guió la renovación del sistema de medios:
La aspiración máxima de los cambios regulatorios consiste en reorganizar los procesos de producción y circulación social de informaciones y entretenimientos, por lo que la normativa tiende a alcanzar no solo a los medios tradicionales, sino también las plataformas digitales de transporte de contenidos que antes controlaban en exclusiva las empresas mediáticas y a los nuevos intermediarios (Becerra y Mastrini, 2017: 63).
En cuanto a la inversión en medios y agencias de información se pueden mencionar: El Ciudadano (Ecuador); Cambio (Bolivia); Correo del Orinoco (Venezuela); los canales Ecuador TV (Ecuador), TV Pública (Argentina), TV Brasil (Brasil), VIVE TV (Venezuela); y las agencias de noticias Agencia Boliviana de Información (Bolivia), Agencia Venezolana de Televisión (Venezuela), Andes (Ecuador), EBC (Brasil) y Télam (Argentina). En materia de emprendimientos televisivos regionales cabe mencionar a TeleSUR, que desde el año 2005 agrupa las producciones audiovisuales de Venezuela, Cuba, Argentina, Bolivia, Ecuador y Nicaragua.
Como corolario de este proceso de diversificación del sistema de medios, una primera característica de la etapa ha sido la acusación a los medios privados y masivos a quienes se tilda de tener intereses particulares, con el objetivo de desmontar su pretendida neutralidad. A su vez, este discurso ha ido acompañado del señalamiento de que estos grupos, por posicionarse de un modo opositor a los gobiernos del ciclo progresista, producirían una distorsión de la realidad en función de sus intereses particulares o bien un ejercicio desleal del periodismo.
Ante estos hechos, los grandes medios de difusión privados reaccionaron adoptando posiciones a veces conservadoras y otras, de oposición acérrima. La participación de grandes grupos económicos periodísticos en desestabilizaciones e intentos de golpes de Estado en la región no puede pasar desapercibida (Venezuela en 2002, Bolivia en 2008, Honduras en 2009, Ecuador en 2010, Paraguay en 2012 y Venezuela en 2013-2014). Como contrapartida, aquellos medios afines a los gobiernos entraron de lleno en la disputa, apaciguando el espacio de las críticas y ofreciendo lecturas sobre temas como los derechos humanos o ciertas políticas económicas que realzaban las medidas tomadas por los gobiernos. En el lenguaje del sentido común, tal práctica fue llamada periodismo militante o activista que a nuestro entender puede ser comprendido como el periodismo comprometido con los principios, programa y acciones de los gobiernos de corte progresista y que toma profusa partida de la gestión desde su lugar profesional.
Un segundo aspecto ha sido la búsqueda de estrategias de comunicación pública directa con la sociedad, algo que algunos autores llaman Estado comunicador y otros han denominado activismo mediático (Kitzberger, 2010). Por el primer vocablo se retrata la búsqueda de una hegemonía comunicacional por parte de los gobiernos en torno a la construcción de significaciones sobre los procesos sociopolíticos y económicos, un pleito con los medios privados en torno a esas significaciones y la constitución de la comunicación como un bien público y derecho humano (Bisbal, 2005, 2006; Cañizález, 2006; Gómez Daza, 2014). Estos autores coinciden en reconocer el rol político que juegan los medios de comunicación y la debilidad de los partidos, sindicatos y otras instancias del tejido social ante la catarata de informaciones y desinformación promovida desde el universo mediático en situaciones de crisis política e institucional.
Esta tendencia se ve acrecentada en la medida en que la dirigencia política tiene menos de mitin en la plaza o en la calle, y mucho más de aparición en espacios mediáticos. En el caso venezolano por ejemplo, Marcelino Bisbal (2006) relata que el golpe de Estado a Chávez, sus consecuencias y derivaciones «[…] desataron la necesidad de que el Gobierno se dotara de una plataforma mediática que fuera capaz de hacer frente al paisaje de medios privados/comerciales que hasta ese entonces habíamos conocido» (Bisbal, 2006: 61). Esto iniciaría toda una línea de modernización y adecentamiento tecnológico para hacer del Estado un comunicador ideológico.
Así, los Estados han tenido la posibilidad de elegir dos vías para llevar adelante su política de comunicación: una es la jurídica, dotando al Estado de toda una serie de leyes que en ocasiones le sirve para contrarrestar las posturas antagónicas de los medios privados; y la otra es «[…] la estructuración de una plataforma de medios preparada, justificada además para la contrainformación, la guerra informativa y la confrontación ideológica» (Bisbal, 2006: 65). El objetivo del Estado Comunicador no será solamente de proyección de imagen, sino especialmente de confrontación ideológica con los opositores a través de una disputa o batalla por la construcción de los sentidos de lo político.
Por último, otra característica del período abordado la constituye la aparición de una agenda regional propia que revirtió —o al menos procuró hacerlo— el dominio de parte de las agencias del hemisferio norte para constituir los temas de la agenda latinoamericana, deslizando el peso de las agencias de noticias transnacionales, las grandes cadenas televisivas angloamericanas y los influyentes periódicos de las ciudades más renombradas del mundo. En ese esquema, América Latina siempre ocupó un lugar de recepción de información, creándose a través de los años una estructura de dependencia fáctica e ideológica con respecto al norte, una especie de colonialismo editorial y dependencia informativa (Vera Asinari y Siragusa, 2014). Sin embargo, desde mediados de la primera década del siglo xxi, la reconstrucción de los vínculos de cooperación y comercio, a partir de la ampliación del Mercosur, el establecimiento de instrumentos para la coordinación y resolución en materia de política intrarregional (como el caso de Unasur —Unión de Naciones Suramericanas—), y de cierta sintonía entre las y los mandatarios progresistas, se facilitó la aparición de una agenda distintiva de temas que, parafraseando al slogan de TeleSUR, propusieron la idea de Nuestro Norte es el Sur como forma de resistencia a los grupos monopólicos u oligopólicos.
De cara a los casos analizados situados en Argentina, Bolivia y Venezuela, hemos observado que los gobiernos de Cristina Fernández de Kirchner (2007-2015), Evo Morales (2009-2014) y Hugo Chávez/Nicolás Maduro (1999-actualidad), tuvieron en común la conformación de una agenda de temas con el propósito de incidir en el plano mediático y pugnar en los procesos de significación y visibilidad social de aquellos asuntos considerados relevantes para su gestión. Se presenta un resumen del análisis documental e interpretativo, realizado a partir de ciertos temas que los distintos gobiernos lograron instalar como agenda política propia. Se toman tres casos específicos ocurridos en Argentina, Bolivia y Venezuela. El caso argentino remite a las políticas públicas que implementó el gobierno de Cristina Fernández, entre 2009 y 2015, en materia de regulación y legislación sobre comunicación. Se llevó a cabo un análisis de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual (2009). El caso boliviano tiene que ver con un tema que el gobierno de Evo Morales logró poner en agenda, tras muchos años de demandas populares, sobre acciones de participación política y paridad de género. Para esto, se realizó un análisis de tres normativas relacionadas con el tema, como la Constitución Política del Estado (2009), la Ley del Régimen Electoral (2010) y la Ley Contra el Acoso y Violencia Política hacia las Mujeres (2012). Finalmente, el caso venezolano apunta a un análisis de las relaciones entre el gobierno, los movimientos sociales y los medios comunitarios, a partir de la identificación de su rol en el sistema mediático venezolano a partir del año 2000.
Las discusiones en torno a la necesidad de modificar las políticas de comunicación audiovisual en Argentina dieron como corolario la sanción de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual —LSCA— (2009), hecho que convocó a la reflexión sobre un fenómeno político-comunicacional que modifico el paradigma de la comunicación en el país y cosechó apoyos y aplausos en distintos países de la región (Grzincich, 2019). Hacia 2009, con el apoyo de referentes académicos, sociales, universitarios y sindicales, el gobierno de Cristina Fernández envió al Congreso el proyecto, que fue sancionado luego de ásperos debates, y en el marco de una fuerte confrontación discursiva entre el gobierno y el Grupo Clarín.
En el discurso de presentación, en agosto de 2009, la exmandataria hizo referencia concreta a dos de los puntos que incorporaría la ley: el establecimiento de tres segmentos del espacio radioeléctrico de igual proporción para fines comerciales, organismos no gubernamentales y entidades públicas; y la creación de un nuevo organismo (AFSCA —Autoridad Federal de Servicios de Comunicación Audiovisual—) con participación del Poder Ejecutivo, la oposición parlamentaria y otros actores. Además, puso especial énfasis en el aspecto democrático, haciendo alusión al mismo en reiteradas oportunidades y en distintos niveles. La primera mención tuvo que ver con la contraposición de este proyecto «a la vieja ley de la dictadura» y el planteo de que la LSCA:
Es de todos los que queremos vivir en una Argentina más democrática y plural (…) es también en nombre de los 118 periodistas detenidos desaparecidos durante la dictadura, que con su vida dieron testimonio de lo que es el verdadero ejercicio de la libertad de prensa (Discurso de Cristina Fernández, 27/08/2009).
Pero también abordó el carácter democrático de la ley al mencionar que dicho proyecto surgió de una «coalición democrática», que fue discutido en foros en todas las provincias, con la participación de «todos los sectores» para que «realmente constituya un proyecto colectivo, un proyecto común». Este significante resulta fundamental, tanto en la defensa del proyecto, como en la caracterización del adversario como «monopólico» o de «discurso único». Adversario que no es nombrado en su alocución, pero que es representado mayoritariamente por el Grupo Clarín, con quien mantenía en ese contexto una fuerte disputa política.
También citó a quienes votarían la ley en el Congreso, advirtiendo que se «va a poner a prueba a la democracia argentina» e hizo referencia a que la «calidad institucional» no era sólo de formas, sino de contenido, de fondo, «es cuando las instituciones de la Constitución sirven al pueblo y solamente al pueblo y no a otros intereses». De esta manera, la expresidenta construye la idea de que el proyecto llega al Parlamento siendo de todos, por lo que los legisladores que representan verdaderamente al pueblo deberán apoyarlo; de lo contrario, estarán al servicio de esos otros intereses. Por último, se observa en todo su hilo argumental, aunque no en forma explícita, la idea de batalla cultural:
Han sido demasiados años en los cuales todos, no solamente quienes trabajan en política o tienen responsabilidades institucionales, sindicales o empresariales, han visto coartadas sus libertades al no poder escuchar su voz frente a otra voz, su expresión y su verdad frente a otra verdad o frente a otra mentira (Discurso de Cristina Fernández de Kirchner, 27/08/2009).
La batalla cultural (Lázzaro, 2011) fue el momento de liberar nuevos discursos y dar la disputa en el terreno del lenguaje. Batalla y lucha por el sentido social y el poder como uno de los aspectos centrales de toda construcción política y, dentro de la cual, los medios de comunicación juegan un papel central.
La sanción y el proceso de implementación efectiva de la ley robustecieron el trabajo de los grupos que venían comprometidos con la transformación de las comunicaciones desde la recuperación de la democracia allá en los años ochenta, y significaron el cambio de un paradigma alojado en la rentabilidad de la comunicación, a otro, pensado como un derecho esencial. La envergadura que tuvo la aparición de la normativa fue presentada desde el ámbito gubernamental como el resultado de una decisión política de concebir la comunicación y su acceso como derecho social, de disputar el espacio público y de construcción de sentido y de asestar un revés a uno de los principales grupos concentrados nacionales, como lo es el Grupo Clarín.
Respecto al tratamiento y posicionamiento de la agenda de género, esta se fijó alrededor de la temática específica de la paridad y la participación política de las mujeres, durante la presidencia de Evo Morales. Se han ido redefiniendo, ampliando e incorporando nuevas perspectivas, intereses y propuestas, apareciendo con fuerza, en los últimos años, el cuestionamiento sobre las implicaciones de la ciudadanía y los alcances limitados del ejercicio democrático referidos a la participación política plena de las mujeres (Batalla, 2019).
En el caso boliviano, el debate adquiere ciertas particularidades a partir de la aprobación de la nueva Constitución Política del Estado (2009). Se incluyeron derechos importantes para las comunidades originarias y el reconocimiento de derechos políticos de distintos sectores sociales, como el de las mujeres. Basta como ejemplo el artículo 8, que menciona la «[…] igualdad de oportunidades, equidad social y de género en la participación, bienestar común, responsabilidad, justicia social, distribución y redistribución de los productos y bienes sociales, para vivir bien» (Constitución Política del Estado, 2009, artículo 8). Todo esto sumado a otros artículos que favorecen la paridad en el ámbito de la participación política, como el 14 y el 147.
Por su parte, en la Ley del Régimen Electoral (2010) se hace referencia a la igualdad de oportunidades entre varones y mujeres en cuanto a las listas de candidatos/as a Senadores/as y Diputados/as y se establecen criterios en lo que respecta a la inclusión de la mujer y el reconocimiento de sus derechos políticos. Particularmente, el artículo 11 es elocuente al afirmar que la democracia intercultural boliviana «[…] garantiza la equidad de género y la igualdad de oportunidades entre mujeres y hombres» (Ley del Régimen Electoral, 2010, Artículo 11). Esta legislación es reconocida como el primer avance en materia electoral que logra garantizar la representación paritaria para las mujeres, ampliando la paridad en la presentación de listas de candidatos/as.
Finalmente, respecto a la Ley Contra el Acoso y Violencia Política hacia las Mujeres (2012), se destaca primero el rol de la Asociación de Concejalas de Bolivia (ACOBOL), que dio cuenta de la realidad de violencia y acosos de la que eran víctimas las mujeres que participaban del escenario político. La ley estableció mecanismos de prevención, atención y sanción contra actos individuales o colectivos de acoso y/o violencia política hacia las mujeres.
El gobierno de Evo Morales, entonces, logró transformar el tema de la paridad de género en una problemática de agenda política y de comunicación. Los avances en regulaciones pusieron a Bolivia en el lugar de referencia latinoamericana en materia de paridad y participación de las mujeres en los ámbitos políticos. Las campañas desplegadas en los medios masivos, tanto desde el movimiento de mujeres como de las esferas gubernamentales comprometidas con el proceso, lograron tener una cobertura significativa en el diario La Razón, uno de los principales editados en la ciudad de La Paz y de mayor circulación en el país. (Batalla, 2019).
Venezuela fue el primer escenario continental donde las confrontaciones entre medios privados y gobierno no se agotaron en las pantallas televisivas o las páginas de diarios, sino que se extendieron a movilizaciones y enfrentamientos físicos entre los sectores sociales y populares referenciados con los adherentes y seguidores de Chávez, y luego de Maduro, y aquellos contrarios a sus políticas. En ese sentido, recuperar el valor de los medios comunitarios permite observar cómo protagonizaron un campo de disputas de significados y de prácticas, en un contexto en el que el capital económico desencadena procesos que convierten a la información en un insumo importante en la estructuración de las sociedades (Porto, 2019). Todo ello ha sido más que significativo en la escena venezolana posterior al fallecimiento de Chávez y a los alineamientos tanto entre los sectores cercanos a Maduro como a los vinculados con la Mesa de Unidad Democrática, reconocida como oposición al chavismo.
Ante ello, el aporte y el papel de los medios comunitarios y movimientos sociales ha revestido características singulares: el panorama tras la muerte del líder aparecía incierto y atravesado por los enfrentamientos violentos entre dos bandos, el gobierno y la oposición, presentados en la mayoría de los medios como únicos actores políticos. Según versa en el informe presentado por la Asociación Nacional de Medios Comunitarios Libres y Alternativos (ANMCLA, 2008) los medios comunitarios y populares se han fortalecido en Venezuela desde el 2000 en adelante; por lo que se puede ver una doble relación entre movimientos sociales y Estado: hay, por un lado, una fuerza social que, por otro, es canalizada y reimpulsada desde el aparato estatal. De esa forma, entre los espacios de participación que se multiplicaron, se incluyen los medios comunitarios. Al mismo tiempo, se generaron una serie de discusiones en torno a la comunicación que la revalorizaron como una actividad social de interés público y formadora de identidades (Porto, 2019).
En el gobierno de Maduro se produjeron conquistas claves para el sector, como la aprobación de la Ley de Comunicación del Poder Popular (2015) o el impulso del Plan Nacional de la Comunicación Popular, que buscaba consolidar y fortalecer un sistema de medios comunitarios y alternativos autónomo. La construcción de esta agenda ha permitido creer que en los medios comunitarios se construye una mirada crítica y una alternativa política cuyo tratamiento informativo sobre la realidad nacional de Venezuela puede situarse por fuera de la dicotomía gobierno/oposición, reproducida tanto en medios privados y estatales como en las agendas internacionales de otros países.
A lo largo de esta exposición se ha destacado el marco contextual predominante del progresismo anclado en un Estado activo, articulador y promotor de una fuerte política en materia comunicacional. Asimismo, las experiencias relevadas en materia de agendas políticas han coexistido en un espacio de refundación de lo latinoamericano en términos simbólicos; también con una especial sintonía política entre las diversas gestiones de gobiernos junto a una retórica potente frente a las corrientes del neoliberalismo.
Puede decirse que las agendas presentadas en este trabajo fueron impulsadas como políticas de gobierno. Para ello hubo creación y fortalecimiento de medios públicos y comunitarios, agencias de noticias regionales, nuevas regulaciones antimonopólicas y una pugna intensiva con medios privados, grupos concentrados y lobbies a la hora de cimentar una agenda del Sur.
En ese marco, la descentralización de los modos de producción y circulación simbólicos, los proyectos de leyes regulatorias para las telecomunicaciones, el fomento a los medios alternativos y comunitarios y el apoyo económico y técnico a los medios públicos constituyeron ejes sustantivos de una política estatal direccionada a dar batalla en la construcción de los significados sociales y en confrontación con los principales medios privados en cada país. Asimismo, fue el interés por informar, incursionar en la agenda mediática y activar comunicacionalmente en temas de sensibilidad para las sociedades de la región lo que motorizó a los gobiernos del arco progresista a otorgarle una prioridad al acto de comunicar. En palabras de Omar Rincón (2010: 5): «Asistimos a unos gobiernos fascinados por la lógica de los medios y a unos medios de comunicación que no quieren perder sus privilegios y dominio sobre la opinión pública».
La atención a los temas considerados relevantes para cada gobierno procuró ser trasladada y visibilizada tanto en los medios públicos como en los privados. Aunque no siempre fueron relaciones armónicas con estos últimos. En el caso argentino, la sanción de la LSCA generó debates y polémicas dispares que pusieron en tensión ideas como ley de la dictadura contra ley de la democracia, o bien, derecho a la comunicación contra libertad de prensa, dividiendo aguas en sectores de la sociedad. El género y su paridad en términos de participación política fue una iniciativa activamente desplegada desde las instituciones de gobierno de Bolivia, contando con el apoyo del movimiento de mujeres del país para el logro de un derecho históricamente postergado. Por su parte, el aliento al papel social y político de los medios comunitarios en Venezuela fue el resultado de estrategias acumuladas con posterioridad al golpe fallido de 2002 que dio paso a un reconocimiento y consolidación de este segmento de medios en territorio bolivariano.
En el prólogo al texto Pensar el periodismo (Lacunza, 2016) se plantea que la división de simpatías y antipatías políticas fue tajante entre el llamado periodismo militante y quienes se escudaron en el periodismo independiente. Ambas fueron categorías falaces y que provocaron un serio daño al conjunto del quehacer periodístico. La disputa se tradujo en una deslegitimación permanente y constante, avalando o descalificando, magnificando u omitiendo de acuerdo con los casos o la conveniencia política. Esto quizás sea uno de los peores sinsabores de la etapa en lo que a la profesión se refiere. En tal sentido, y recuperando las palabras de la investigadora argentina Lila Luchessi (2010: 106): «El periodismo ya no representa un lugar de autoridad, sino de organización de un saber que se comparte». Construir la agenda política de cara al público es parte de esa tarea de compartir. Y para ser respetuosos del derecho a la comunicación, esa agenda tendrá que ser completa en temas y en actores; tendrá que representar la pluralidad de enfoques y la diversidad de actores presentes en el escenario. Será una forma de atenerse a la verdad informativa entendida como la realización del derecho de todo individuo y de todo colectivo social a una información veraz. Si hay algo que puede destacarse, es el hecho de haberse introducido tanto la concentración de la propiedad de los medios como su papel en las sociedades latinoamericanas, al escenario del debate público.
Este trabajo ha sido un intento por comprender los lugares desde los cuales los gobiernos progresistas bregaron por planificar agendas propias de política y comunicación, sin los condicionamientos externos presentes en el ciclo neoliberal. Si esa etapa fue una rareza o el punto de partida de una forma de erigir una política emancipadora y una comunicación democrática y social, será parte del debate que aún nos debemos. O, en todo caso, un dilema que en el futuro deberá profundizarse.
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